La Argentina de Rosas
La Argentina de Rosas

La Argentina de Rosas

La Argentina de Rosas / Fernando Operé | Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (cervantesvirtual.com)

Fernando Operé.

Desde que Juan Manuel de Rosas aparece en la escena política hacia 1820, la vida en Argentina tuvo un color rosista. Su figura se incrustó en la vida pública y privada, y en el acontecer económico, cultural y político del país. Como resultado de ese espectacular protagonismo del caudillo bonaerense, su vida estuvo a expensas de las corrientes de opinión. Cada aspecto de su personalidad, cada característica familiar y hogareña, su trayectoria como estanciero y militar, sus decretos y acciones de político, fueron escudriñados, medidos, comentados, divulgados, unas veces a la luz de la experiencia personal de los narradores, otras, tergiversados por motivos ideológicos y partidistas. Nada escapó al ojo observador del escritor, intelectual, adversario político. Rosas fue el tema de conversaciones y tertulias. Su vida, hazañas, triunfos o fracasos, se divulgaron cantados, impresos, narrados y pronto adquirieron contornos fabulosos.

Este capítulo versa sobre la Argentina histórica que se extiende desde la independencia en 1810 hasta la derrota del federalismo rosista en 1852. Está propuesto como encuadre en el que situar los mitos y leyendas a las que el rosismo dio pauta. Estos tienen siempre su origen en acontecimientos que ocurrieron o que pudieron haber ocurrido. La personalidad real de Rosas tendrá siempre matices diluidos fluctuando en una escala subjetivamente estimativa. El paso de 150 años, sin embargo, nos garantiza cierta objetividad del juicio histórico. Trabajos importantes de historiadores contemporáneos nos ayudan a comprender la época de Rosas para poder definir, aislar y analizar su mitología. Una vez reconocidos los mitos, podremos seguir su evolución literaria a lo largo del siglo.

De la Independencia a la Confederación rosista

Con el levantamiento popular del 25 de mayo de 1810, que depuso al Virrey Gobernador del Río de la Plata, se cerraba un largo paréntesis de dominación colonial española. Sin dilación y en la misma capital del antiguo virreinato, se formaba una Junta de Gobierno presidida por Cornelio Saavedra haciéndose cargo de la ingente labor de dar forma a una nueva nación, sobre los viejos, cimientos del régimen colonial. Los problemas que encaraba la recién constituida junta abarcaban un abanico multidimensional de tal complejidad que sus soluciones, parciales y tardías, se incrustarían en los aledaños de la historia contemporánea argentina.

Uno de los grandes y primeros problemas a resolver partía de la misma formación socio-geográfica de la antigua colonia. La gran extensión geográfica del territorio independizado y la escasez de población habían producido un desequilibrio orgánico de difícil solución. La colonia había sido localista, estructurada en núcleos rurales diferenciados de región a región. Los centros urbanos existentes, escasos en número, agrupaban a poblaciones pequeñas cuyo primitivismo irradiaba del marcado aislamiento colonial. Al casi inexistente tráfico comercial, paralizaba una más marcada escasez de comunicación social, ideológica y cultural. Como contraste de ese mundo aislado, primitivo y rural, se erguía la ciudad de Buenos Aires, capital del virreinato que Carlos III reestructuró en 1776, y cuya importancia comercial, militar y burocrática había aumentado aceleradamente desde los años de la fundación. Había sido en esta capital en donde paulatinamente una minoría ilustrada criolla había copado puestos en el comercio, la administración y las profesiones liberales. Estas generaciones jóvenes habían crecido en contacto con los grupos ilustrados españoles del siglo XVIII, y clara y activamente influenciados por el pensamiento inglés y francés. La situación geográfica de Buenos Aires, favorecida por su enclave como puerto de enlaces comerciales, había permitido que los contactos con el exterior fuesen más frecuentes, mientras que en el interior el inmovilismo se mantenía como tónica. La dicotomía, Buenos Aires-resto del país, las diferencias existentes entre ambos mundos, y los diversos grupos por ellos representados; son pieza clave para entender la turbulencia de los años sucesivos1.

Otro de los grandes problemas que la primera Junta de Gobierno tuvo que encarar fue la intolerancia y desacuerdo que las ciudades del interior arguyeron a las pretensiones de Buenos Aires de ejercer la capitalidad de la nación. El núcleo ilustrado criollo que se consideraba a sí mismo como el gran protagonista del movimiento independentista y, por lo tanto, se sentía llamado a iniciar las tareas de reconstrucción de una nueva nación con glorioso destino, pronto tuvo que aceptar la amenazante realidad de un interior ingobernable. Las expediciones punitivas enviadas al interior se mezclaron con los intentos de creación de asambleas constituyentes con escasa representación militar. Mientras Buenos Aires castigaba los movimientos rebeldes del interior, creaba himnos, diseñaba banderas, afirmaba la soberanía de la nueva nación sin fronteras, fallaba repetidamente en el intento de constituir jurídicamente el país.

Tras el fracaso de las distintas juntas y de la asamblea constituyente, fue creado un poder ejecutivo unipersonal (el Directorio, 1815) cuya posición intransigente no hizo sino agravar las disenciones que separaban a Buenos Aires de algunas provincias, principalmente la Banda Oriental del Uruguay y las provincias del litoral2.

La revolución por la independencia de mayo de 1810 había sido un movimiento básicamente porteño e ilustrado que abogaba por una democracia controlada y una política económica liberal que asegurase la expansión creciente de la producción ganadera, dando juego al tráfico comercial del puerto de Buenos Aires. Las proclamas de las juntas gubernamentales definían los derechos de todos los pueblos a la participación plena en la construcción institucional del país. En la práctica ésta era una fingida oferta que escondía el convencimiento del grupo dirigente en la supremacía directiva de la provincia bonaerense3. La concepción centralizadora de las élites rectoras porteñas y los políticos capitalinos provocaron un movimiento de reacción que se expresó en la forma de un localismo a la defensiva, exacerbado en ocasiones, cuando la intransigencia de Buenos Aires se hizo evidente4. No era tan solo una postura política: las reacciones provinciales tenían bases económicas y geográficas.

Los ilustrados porteños creían que sólo Buenos Aires podía presentar respuestas adecuadas a las necesidades del país. En su irreversible visión del futuro pensaban que todo el pueblo seguiría los predicados de su credo liberal, sin tener en cuenta que la caída del poder colonial no significaba la adhesión total y espontánea de todas las provincias del antiguo virreinato al idealismo impreciso de los hombres del gobierno. Para grandes sectores del interior, esa pretensión era, de entrada, inaceptable, prefiriendo agruparse en torno al poder local de los caudillos a quienes veían como representantes directos de un tipo de democracia espontánea5. Para muchos caudillos la patria se reducía al marco regional6.

Los esfuerzos de organización nacional, tras la primera década de independencia, se resentían en varios frentes: por una parte era necesario terminar con la amenaza española tendente a recuperar las colonias; por otra parte, había que consolidar la unidad en la independencia. Mientras en el primer frente los esfuerzos del General José de San Martín daban frutos concretos en sus campañas en los Andes eliminando la amenaza española en Chacabuco en 1817 y un año después en Maipú, en el frente interior, los peligros de disgregación provincial no hicieron sino agravarse. Una prueba de la carencia de atención que los hombres de Buenos Aires daban a las demandas del interior es la sanción de la Constitución porteña de 1819. La Constitución estaba inspirada en la necesidad de crear un orden legal que garantizase la autoridad de un gobierno central ubicado ea Buenos Aires7. Los líderes del interior la acusaron de centralista y monárquica y la sanción produjo un agravamiento de las relaciones que culminó en la batalla de Cepeda. Los caudillos del litoral, Estanislao López y Francisco Ramírez, se aproximaron a Buenos Aires y, sin dificultades, derrotaron al ejército del Directorio8. En Cepeda se escribió el prólogo de un largo drama que enfrentó a dos argentinas separadas.

Las tropas provinciales obligaron al gobierno de Buenos Aires a la firma del tratado de Pilar. Las estipulaciones del tratado acababan con la democracia doctrinaria y sentaban las bases de un régimen federal, cuya premisa fundamental garantizaba la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Esta premisa es fundamental para entender uno de los mayores desacuerdos entre Buenos Aires y las provincias del litoral. No en vano la aduana de Buenos Aires había constituido el fundamento del poder económico de la capital del Virreinato del Río de la Plata. El acuerdo de Pilar recogía muchas de las aspiraciones provinciales y frenaba, al menos teóricamente, el predominio económico y político de Buenos Aires. Sin embargo, el acuerdo inició un movimiento de disgregación con la atomización segregada del creciente poder de los caudillos9. Para Buenos Aires, la derrota militar, de la que procuró extraer las mejores consecuencias, no fue sino el triunfo de un bloque al que imprecisamente comenzaban a denominar «la Argentina bárbara»10. Desde el punto de vista económico, las diferencias existentes entre Buenos Aires y el resto de las provincias no podrían borrarse con una constitución federal, aun en el supuesto de que la aduana se convirtiese en patrimonio colectivo de todos los argentinos.

El tratado de Pilar dio paso a la elección de gobiernos provinciales con grandes atribuciones gubernativas. Martín Rodríguez fue elegido gobernador de Buenos Aires (1821-1825), contando con Bernardino Rivadavia como ministro de gobierno. Rivadavia, hábil administrador, supo sacar ventaja de las posibilidades que la provincia ofrecía y se embarcó en un gran proyecto de modernización y desarrollo, que se pretendía fuese imitado por las otras provincias. Concibió planes de renovación institucional, política económica, régimen de la tierra pública, enseñanza y cultura, además de realizar esfuerzos unilaterales para restaurar la anhelada unidad nacional11. La caída del poder central como núcleo rector nacional produjo en casi todas las provincias, en mayor o menor grado, desajustes de sucesión política, luchas por el poder entre facciones y un localismo conducente al autonomismo.

En esos años la mayoría de las provincias han asentado su autonomía sobre las bases de un poder militar, residuos de las guerras por la independencia, y de la liberalización de las milicias locales, tras el abandono del poder central. Sin embargo, no se ha producido un traspaso de poder a sectores sociales nuevos. Buenos Aires, por su parte, sigue siendo la provincia más rica y populosa: se ha convertido en la primera región ganadera del país, mantiene un cierto equilibrio interprovincial que la permite ejercer una cierta hegemonía en el nuevo orden de cosas, sus gastos militares se han reducido al no tener que concentrarse en los grandes gastos de la guerra, pero fundamentalmente ha sabido manejar las cosas para conservar en sus manos la proporción más importante de los ingresos de la aduana.

La provincia de Buenos Aires vive unos años de progreso sin antecedentes desde los días de la independencia y que tardará muchos años en recuperar. Sin embargo, esta relativa euforia porteña será efímera, amenazada su continuidad por numerosos elementos distorsionantes. Primero, la oposición de sectores ligados al interior por intereses económicos que no han llegado a aceptar la disgregación provincial surgida del año 20, máxime cuando muchas de las provincias operan bajo la influencia de los caudillos. Segundo, las rivalidades de sectores y clanes dentro de la provincia que impiden el normal desarrollo de los ambiciosos planes iniciados12.

Desde los albores de estos años de progreso y turbulencia, los intereses británicos y franceses aparecen en el Río de la Plata asociados en mayor o menos grado con cada decisión política, y han de tenerse en cuenta como otro de los factores desestabilizadores del proceso político argentino13. Gran Bretaña ha reemplazado a España como dominadora de las estructuras comerciales, y durante las décadas siguientes su política en el Río de la Plata estará subordinada a la defensa de sus intereses económicos. Francia no amenaza la preponderancia inglesa, sino que la complementa14.

Los años siguientes a la batalla de Cepeda no fueron fáciles. La tónica general estuvo dada por una cierta impotencia política, observable en la incapacidad por conciliar los intereses de las provincias y Buenos Aires. A las facciones implicadas en la lucha, la historia las ha agrupado bajo las denominaciones de unitarios y federales. Desde el punto de vista teórico, a los primeros se los puede definir como partidarios de la unidad nacional bajo la égida de un gobierno fuerte centralizado en la principal ciudad del antiguo virreinato, mientras que los segundos pretenden un sistema de confederación en el que los intereses de las provincias sean tenidos en cuenta y administrados por las fuerzas políticas locales. El partido unitario estuvo formado por comerciantes vinculados a la aduana, militares, profesionales e intelectuales nacidos en los tumultuosos años de las guerras por la independencia. El partido federal se nutrió del localismo provincial, y de estancieros de la campaña y del interior bonaerense que veían con recelo los programas liberales de cuño rivadaviano15. Las dos posiciones enfrentadas, desde los días de mayo, se consumieron en un forcejeo estéril hasta arrojar al país en un período de largas guerras civiles.

La gran paradoja es que, en la realidad, las posiciones de unitarios y federales no fueron claras, y que en muchos casos se encuentran unitarios suscribiendo principios federales o federales actuando con un cierto sentido centralizador. Parecería como si la afiliación a una u otra facción, además de los grupos de interés mencionados, irradiase de principios iluministas imitados o bien de filiaciones de parentesco, clientismo localista, personalismo o casualidad histórica16.

Las relaciones entre la Argentina y el Imperio brasileño nunca habían sido buenas. Tradicionalmente ambos países habían ejercido diversos tipos de presiones sobre las provincias litorales con el fin de extender sus influencias. Los brasileños jamás vieron con buenos ojos las perspectivas de adhesión del Uruguay al conglomerado de las Provincias Unidas del Río de la Plata. El Imperio mantenía continuas pretensiones sobre la orilla oriental del río y, como mal menor, prefería un Uruguay independiente. En 1825 el Brasil se decidió a intervenir militarmente en la Banda Oriental en favor del caudillo oriental Fructuoso Rivera. Con el fin de hacer frente a la agresión brasileña, se creó en Buenos Aires un poder ejecutivo nacional que eligió a Bernardino Rivadavia como primer Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Mientras el ejército argentino triunfaba en el campo bélico (1826), el congreso sancionaba bajo la inspiración de Rivadavia una constitución que centralizaba al ejercito, el tesoro y la administración, a pesar de la conocida y antigua oposición provincial. La constitución centralista que Rivadavia empujaba y que el congreso aprobó en 1826 fue nuevamente rechazada por las provincias. Rivadavia renunció a la presidencia y con él fracasó un nuevo ensayo centralizador. Rivadavia no alcanzó a conciliar el apoyo social necesario y el congreso restauró el poder de las provincias mediante una comisión representativa.

Tras el fracaso centralizador y la caída de Rivadavia, se nombró Gobernador de Buenos Aires al federal Manuel Dorrego, quien se vio obligado a firmar un acuerdo de paz con el Brasil por el cual se aceptaba la independencia del Uruguay. La guerra en la Banda Oriental, el desgaste de la misma, la mala situación económica, la disolución de los organismos nacionales y el retorno de los jefes militares unitarios participantes en la campaña contra el Brasil, avivaron de nuevo las brasas del conflicto nunca apagadas. Los generales unitarios Juan Lavalle y José María Paz asumieron la tarea unificadora haciendo frente al poder creciente de los gobernadores militares17. Paz derrotó al «Tigre de los Llanos», al popular y temido Facundo Quiroga, y Lavalle, mal aconsejado por líderes unitarios, ejecutó al Gobernador de Buenos Aires, el moderado y bien intencionado Manuel Dorrego (1828)18. El asesinato de Dorrego fue una medida antipopular que enzarzó aún más las pasiones partidistas justificando en el futuro todo tipo de arbitrariedades.

Aparición de Rosas en la escena política

Los viejos representantes del partido del orden, al desenterrar sus hachas de guerra, dieron pie a que el tumulto federal se apoderase del espectro político. La ejecución del líder federal dejó sin sucesión directa al partido federal de la ciudad, más ortodoxo y organizado, y de esta forma se dio paso a los hombres vinculados al provincianismo federal, el «sector neofederal»19 representado por el activo estanciero Juan Manuel de Rosas. Este derrotó a Lavalle en el campo militar y lo obligó a negociar20. Se alzó sobre el representante unitario, apoyado en una estructura militar concreta y un sector económico potente: los estancieros bonaerenses21. Se presentaba como un amigo del orden cuya fama de líder había crecido desde los días de su comandancia de la campaña y al socaire de una popularidad bien ganada de militar, gaucho, estanciero y en buenas relaciones con los indios22. La suerte estaba echada, Rosas se constituyó en el hombre del momento de la burguesía portuaria y la oligarquía terrateniente. Su aparición en el panorama político no era fortuita, aunque su permanencia tendrá unos efectos demoledores. Comenzaba a percibirse un cansancio entre los comerciantes vinculados a la aduana del puerto de Buenos Aires, estancieros bonaerenses, miembros de la clase dirigente y del alto clero tras tres lustros de perceptible conflicto político. Algunos sentían nostalgias del viejo orden colonial, puesto que ni los ensayos democráticos ni los caudillos parecían funcionar. Se anhelaba un sistema, una institución o simplemente un hombre que sacase al país del marasmo de los años 20.

Ni el comercio o los negocios, ni el culto, ni la ley podrían funcionar sin los imprescindibles elementos del orden. La irrupción de Juan Manuel de Rosas al poder y el gran impacto que supuso, sólo pueden entenderse en este contexto. La fuerza perturbadora que el rosismo tuvo en el siglo XIX nace del complejo entramado social de grupos de interés que lo alzaron a la gobernación de la provincia más rica y poderosa de la Argentina.

Cuando Rosas se encumbra al poder no se han resuelto ninguna de las contradicciones básicas que agitan al país y en torno a las cuales estallan, en explosión de artificio, los enfrentamientos entre unitarios y federales. Asume el poder en un momento en que el caos, tanto en Buenos Aires como en las provincias, parecía haberse apoderado de la vida política23. Llega al poder cuando se cree que no existe reconciliación posible entre la corriente centralizadora y la provincial. Lo hace imponiendo en su provincia un poder absoluto bajo un régimen federal. Rosas intentará usar el sistema federal para unificar al país. La suya era una «propuesta como solución a un país que no ha aprendido a vivir unido pero que no puede vivir dividido»24.

Juan Manuel de Rosas: estanciero y militar

Juan Manuel de Rosas nació el 30 de marzo de 1793 en una familia de antiguos estancieros y militares españoles25. Su linaje estuvo vinculado a un extenso tronco que arranca de la colonia, con ramificaciones en algunas de las familias de más abolengo en el Río de la Plata. Juan, José, Tomás y Nicolás Anchorena, sus primos segundos, pertenecían a una de las familias más ricas de la provincia bonaerense y con ellos unió Rosas su destino, participando conjuntamente en vastas empresas económicas y políticas. Su nombre de pila es Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rozas, apellido que compartía con diez hermanos de los veinte que su madre engendró. Por el anecdotario de Lucio V. Mansilla, su sobrino, sabemos que Rosas cambió su nombre por el de Juan Manuel de Rosas para protestar contra la autoridad materna26. Su educación escolar fue breve y poco intensa y pronto prefirió las tareas del campo a las aulas del colegio. Rosas pasó la mayor parte de su juventud en las estancias familiares aprendiendo la vida del campo y las costumbres de gauchos e indios.

En los años en que Rosas se dedicaba a las labores de las estancias se realizaron las primeras transformaciones económicas en la colonia, que más tarde resultarían en la preponderancia de la hacienda como núcleo de la vida económica del país. Lynch indica que, la clase de los comerciantes vinculados a la aduana poseían, todavía por esa época, no sólo más riqueza, sino también un más elevado estatus social27. Sin embargo, pronto esta dirección derivaría hacia el creciente predominio de la clase de propietarios, afectados los comerciantes por la abrumadora competencia de las casas comerciales inglesas, que tras la retirada de los españoles, sentaron sus reales en el Río de la Plata. Hacia 1820 el cambio es observable, acrecentado por las inversiones de los comerciantes dirigidas a la adquisición de tierras del interior y plantas saladeras28.

Durante unos años Rosas se empleó como administrador de la estancia familiar del Rincón de López, pero pronto decidió independizarse trabajando en proyectos propios vinculado a diversos socios: Luis Dorrego, Juan Nepomuceno Terrero y sus primos los Anchorena29. De sus primeras empresas económicas se trasluce la imagen de un hábil y meticuloso administrador. La primera compañía fundada por él -Rosas, Terrero y Compañía- se dedicó a la compra de tierras, mejoramientos de las estancias y exportación de productos. El saladero, cuyas primeras plantas habían sido establecidas en 1810, fue aprovechado por la compañía y mejorado como productor de artículos para exportación30. El dinamismo de la empresa Rosas, Terrero y Compañía la llevó a crear sus propias vías de exportación mediante una flotilla de barcos y la utilización del puerto de La Ensenada31. De esta forma se evitaba los altos aranceles de la aduana de Buenos Aires.

La iniciativa produjo repetidas protestas entre los comerciantes porteños, quienes acusaban a los saladeristas asociados con Rosas de acaparar las carnes que abastecían la capital para canalizarlas hacia la exportación32. En 1817 el Gobernador Pueyrredón ordenó la clausura temporal de los saladeros. El episodio engendró un áspero y ruidoso litigio con el que Rosas hizo su entrada en la escena de los asuntos públicos. En cualquier caso, la creación de los saladeros y las haciendas de ganado estantes -cuya innovación consistía en la utilización integral del animal- y la orientación exportadora de estas empresas, contienen típicos elementos de una economía de mercado que es interesante señalar33.

La empresa Rosas, Terrero y Compañía se convirtió en el más importante saladero de carnes y pescados de la provincia y Juan Manuel de Rosas, a sus 33 años de edad, en los albores de la presidencia de Rivadavia, era ya un rico propietario, líder de un grupo muy compacto de hacendados y empresarios. Bajo su liderazgo el grupo logró monopolizar el abasto de la ciudad de Buenos Aires, influyó en la promulgación de leyes que los favorecían y su influencia se hizo sentir en la política de la provincia. Rosas anticipó la expansión de una economía ganadera en la década de 1820 y facilitó en parte la transición de Buenos Aires de capital del Virreinato a centro exportador34. Dentro de esta línea hay que situar sus esfuerzos para extender las haciendas más allá de las fronteras del sur, territorio poblado por tribus indias35. Esta había sido una aspiración gubernativa desde que se formulara la primera política de expansión fronteriza en 1816. En 1817 Rosas y sus asociados fundaron Los Cerrillos, una de las estancias más provechosas, dentro del territorio de dominio indio36.

Lo que Rosas supo comprender fue que la expansión ganadera era paralela a la superación de la inseguridad en las fronteras. Para conseguir esta seguridad, el factor militar era un elemento imprescindible. Rosas entendió que para dar continuidad, estabilidad y ganancias a la empresa agropecuaria, ésta había de ir a la par de la producción militarizada37. En el contexto de estas concepciones hay que situar la política de Rosas encaminada a satisfacer las necesidades crecientes de estancieros y empresarios con su expansión en el desierto. En 1820 Rosas organizó a su peonada militarmente. No le fue difícil reclutar entre sus propios peones y los de otras estancias el suficiente número de hombres para formar una milicia de caballería a la que equipó y uniformó en rojo38.

Estos fueron los originales Colorados del Norte, cuya fama controvertida parte de su participación en la batalla de Cepeda y campañas del desierto, hasta convertirse años más tarde en fuerza fundamental del régimen rosista. El año 1820 es fundamental en la formación de Rosas. De ese año emerge un Rosas aureolado con reputación política, poseedor de una fuerza militar importante, elemento a añadir a su creciente ascendencia entre la clase estanciera.

Partiendo de Los Cerrillos, pero extendiéndose más tarde a otros centros administrados bajo la tutela de Rosas, las estancias se transformaron en centros productivos y militares a un tiempo. Administrar estancias como la de Los Cerrillos y la de los Anchorena no era tarea fácil. Manejar numerosas peonadas formadas por gauchos, indios, siervos y esclavos, y hacerlo con autoridad y eficacia requería grandes habilidades organizativas y de liderazgo que Rosas poseía y que desarrolló39. Su conducta varió entre paternalismo, castigos y premios a su voluntad, y desconfianza, lo que lo llevó a redactar con minuciosidad las instrucciones de las estancias por él administradas, reglamentando la disciplina, el orden, el trabajo y el ocio40. La mezcla de paternalismo y dura disciplina con que dirigió las estancias puede observarse como patrón de comportamiento político del Rosas gobernador. Autoritarismo, meticulosidad, paternalismo, conservadurismo, subordinación a los intereses más altos de la eficacia son elementos todos ellos que salpican de igual forma al administrador y al gobernante.

Su política indiana estuvo mareada por los mismos elementos. Usó la fuerza militar como amenaza, pero siempre favoreciendo como primera alternativa las bases negociadoras. Durante 1820 y 1826, años de consolidación de su base social, participó en diferentes comisiones a la búsqueda de soluciones de pacto con las tribus indias. Comisionado por el Gobernador General Las Heras, en 1825 se firmó, como resultado de sus gestiones, el tratado de Laguna Huanaco con un número representativo de caciques indios. En ese tratado las tribus reconocían la autoridad del gobierno de la provincia, y a cambio recibían ayuda material y autorización para el comercio libre41.

Tras la caída del régimen rivadaviano en 1827, el gobierno interino de Vicente López y Planes nombró a Rosas Comandante General de las Milicias de la Campaña de la provincia de Buenos Aires, con lo que se institucionalizó un poder que Rosas había desempeñado de hecho42.

Los intereses de los grandes propietarios de estancias cada vez más ávidos de tierras en unos años de rápida revalorización del suelo, encontraron en Rosas un defensor inigualable43. No hay duda de que la jefatura de la clase de los estancieros que Rosas ejerció proviene de un liderazgo auténtico44. Era ésta una clase en expansión en un país que descubría sus posibilidades económicas. Analizando los intereses concretos de la clase de estancieros podemos entender la ruptura del grupo con la política modernizadora del unitario Rivadavia. La línea económica de los estancieros y saladeristas era expansiva, pero se hallaba limitada a una política productora de la que se beneficiaban sectores muy concretos. La política de Rivadavia, por su parte, se encuadraba dentro de un vasto proyecto de crecimiento económico que pedía una línea comercialmente liberalizadora, para atraer a las inversiones extranjeras y a la inmigración.

El plan rivadaviano demandaba de una superestructura institucional liberal de la que el país carecía. Era de entrada un proyecto inalcanzable. La propuesta federalista era más realista en cuanto que respondía a la formación real del país.

La política indiana de Rosas, su campaña del desierto, su ascendencia entre los trabajadores rurales a los que había organizado en milicias, sus lazos familiares y profesionales con las familias más ricas de la colonia, convirtieron a Rosas en el hombre del momento presto a la defensa de los intereses de los grandes propietarios. Rosas fue más que un líder de un grupo económico. Rosas no fue un estanciero absentista del tipo de los Anchorena, ni de los muchos nuevos terratenientes procedentes del sector comercial. Manejó sus estancias, las dirigió, vivía en ellas, las conocía mejor que nadie. Fue un pionero en el campo agropecuario y acumuló su gran capital trabajándolo. «Se lo consideraba un campesino autoritario y mandón en sus estancias, algo brutal en la vida que llevaba en el desierto; pero honrado, laborioso»45. Como resultado de su trabajo directo en el campo entró en contacto con las masas campesinas, con gauchos, malones, delincuentes, honrados peones, indios asimilados por el sistema y caciques indomables46. Supo ejercer su autoridad sobre todos ellos partiendo de una combinación perfecta de atractivo personal y su bien estudiada actitud personal. Se identificó a sí mismo con gauchos y no escondió su actitud47.

Populismo y primera gobernación

Su atractivo personal debió ser muy grande por las pasiones y fidelidades que fue capaz de despertar y que incluso muchos de sus enemigos políticos reconocen. Vicente Fidel López lo describe como hombre joven, de genio popular, de voluntad de hierro, hábil en las labores del campo, buen conocedor del medio, emprendedor, cómico, histriónico y de belleza varonil48. Tomás de Iriarte, uno de sus más directos enemigos, cuenta la intrepidez de muchas de sus hazañas como jinete49. John M. Formes, encargado de negocios norteamericano en la República Argentina, dejó este retrato:

«Rosas, difiere de todo lo que tenemos en nuestro país, en cuanto que él debe su gran popularidad entre los gauchos y campesinos al haber asimilado los aspectos más extremados de su singular modo de vida, sus trajes, sus trabajos, e incluso sus deportes… siendo incluso el más atractivo y admirado de esa raza de hombres medio salvajes… De alguna manera él es también extremadamente manso y tiene algo de la reflexión de nuestros jefes indios»50.

Su posición de comandante de la milicia de Buenos Aires añadía un elemento diferenciador con respecto a los otros estancieros. Sin embargo, no toda la popularidad de Rosas fue espontáneo resultado de su posición y personalidad. Se reveló como un consumado estratega que planeaba sus acciones con meticulosidad y daba a cada uno lo que consideraba imprescindible para atraerlo. A la oligarquía le abrió las fronteras poniendo en sus manos vastas extensiones de tierras pacificadas. La burguesía, incapaz de dominar la situación, debió resignarse fatalmente al arbitrio del hombre que había demostrado poseer los recursos necesarios para controlar el caos al que las diversas facciones habían empujado al país. Los intereses de los comerciantes requerían un país pacificado y próspero. Las clases bajas de la campaña y la ciudad, incapaces en este tiempo de orientarse por sí mismas, propensas a inclinar su fuerza potencial a favor de quien las sedujera, no resistieron el avasallador atractivo del caudillo. «Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en estado de ponerlo en exhibición; era una obra de 10 años realizada en derredor del fogón del gaucho, en la pulpería al lado del cantor»51.

El apoyo de las clases bajas era fundamental para el mantenimiento de la dictadura rosista, y Rosas lo sabía. Santiago Vázquez en nota confidencial al Ministro de Relaciones Exteriores de la República Oriental del Uruguay relata una conversación mantenida con Rosas recién ascendido a la gobernación de Buenos Aires.

«Porque usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores: -me pareció pues, desde entonces muy importante conseguir una influencia grande sobre esa clase para contenerla y para dividirla; y me propuse conseguir esa influencia a toda costa- para esto fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios de comodidades y dinero, hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían; -protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin, no ahorrar ni trabajo ni medio para adquirir más su concepto»52.

A su esposa, Encarnación Ezcurra, le escribía desde el Campamento del Colorado:

«Ya sabes lo que vale la amistad de los pobres y por ello, cuánto importa mantenerla y no perder medios para atraer y cultivar sus amistades. No cortes, pues, su correspondencia. Escríbeles frecuentemente, mándales cualquier regalo sin que te duela gastar ese dinero. Digo lo mismo respecto a las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a las que merezcan y llevarles a sus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias. A los amigos fieles que te hayan servido, déjalos que jueguen al billar en casa y obséquiales con lo que puedas»53.

El populismo manipulativo de Rosas, que también utilizó para atraerse el apoyo de los caudillos provinciales, fue un populismo de claro trazo conservador y antiliberal. De hecho, el antiliberalismo puede considerarse uno de los rasgos del pensamiento político del populismo en Argentina. Rosas fue un conservador social y políticamente hablando. Fue defensor de la iglesia. Sus ideas políticas, pocas y mal estructuradas, que nos han llegado a través de fragmentos y opiniones extraídas de cartas y conversaciones, son claramente conservadoras. Como contraste, los revolucionarios de la independencia, las clases de profesionales nacidas alrededor de los acontecimientos de mayo, se definieron como liberal-burguesas, aunque no lo fueran desde el punto de vista social. Atacaron al populismo y lo tildaron de bárbaro, despreciando todas las tendencias conducentes a la colectivización o representantes de un tipo de nacionalismo vernáculo. Ensalzaron la cultura y la tradición europea en cuanto liberal y racionalista, y a ésta opusieron toda forma de cultural nacional, nutrida de savia colonial y orientada según una espontánea concepción de la vida. Es decir, que con su posición culta y elitista la intelectualidad argentina empujó al gobernador Rosas en brazos del populismo nacionalista vernáculo.

El período rosista atestiguó un cierto resurgimiento de formas culturales genuinas argentinas. Cuanto de espontáneo o premeditado hubo en ello no enturbia el hecho de que el Rosas bárbaro, que la intelectualidad describió, estuvo aparejado a ciertas formas de vivir gauchas, a un cierto estilo en el habla y comportarse54.

Cuando en 1829, Rosas ascendió por primera vez a la más alta magistratura de la provincia de Buenos Aires, lo hacía en olor de multitud. Las esperanzas puestas en él eran muchas. Más tarde su popularidad decayó notablemente, fracasado en unos frentes y duramente atacado en otros. Entonces, echó mano de una tremenda máquina represora y propagandista que le sostuvo en el poder. Fueron los años en que fomentó el culto a la personalidad y controló toda discrepancia por medio de la actividad de fuerzas parapoliciales, la Mazorca entre ellas. Rosas siguió siendo un caudillo, pero con más sentido de estado, siempre en línea con las tradiciones caudillistas nacionales.

El asesinato de Dorrego en diciembre de 1828, y la reacción federal, provocaron un período de guerra civil. La victoria del General Paz sobre Facundo Quiroga en la Tablada (1829) reafirmó la confianza unitaria en un final predominio en el país55. Sin embargo, la reconciliación de Lavalle con Rosas en Buenos Aires derrumbó muchas esperanzas. Rosas obligó al general unitario a pactar en sus términos. La creciente popularidad de Rosas en Buenos Aires crecía pareja al desprestigio del unitarismo, cuyo fraude y violencia en las elecciones de junio no habían convencido a nadie56.

El 1.º de diciembre de 1829, la legislatura de Buenos Aires restablecida convocó su primera sesión y decidió ofrecer la gobernación de la provincia con facultades extraordinarias a Juan Manuel de Rosas. Esta había sido una condición previa. Sus partidarios habían preparado el camino. El asesinato de Dorrego, el gobernador federal, fue utilizado políticamente para atraer adhesiones a la causa federal, mediante la manipulación del deseo general de normalización del país. Se señaló a Rosas como el único gobernante capaz de conservar el orden y la paz. Rosas había unido la ciudad y la campaña de Buenos Aires de forma que no se había producido hasta entonces. Las esperanzas de estancieros y comerciantes, propietarios y sectores populares, aunque apuntando en distinta dirección parecían hermanarle por un breve y fotográfico momento.

Mientras esto ocurría en Buenos Aires, en las provincias el General unitario José María Paz estaba decidido a no permitir el total triunfo federal y agitaba a las regiones del interior en una campaña militar sin tregua57. En la capital se producían diversas agitaciones de jefes unitarios, que no perdonaban a Rosas el haberse alzado a la jefatura de la provincia con la suma del poder político y el estar dispuesto a reducir los manejos políticos al simple arte de administrar con eficacia. Por otra parte, la obtención de las facultades extraordinarias, aunque muchos lo vieran como una necesidad, hería la sensibilidad de aquellos que se sentían llamados desde la independencia a participar activamente en las tareas de formación del estado nacional. Algunos sectores unitarios, ortodoxos y rivadavianos, habían acusado de tiranía a la gobernación de Rosas, antes de que éste hubiese tenido tiempo para ejercer una sola de sus prerrogativas. La llamada guerra santa de muchos intelectuales se originaba en base a que Rosas representaba la antítesis de un régimen político, liberal, progresista y democrático58. Esta postura intransigente del sector unitario polarizó políticamente el conflicto, engendrando duras resistencias. Si Rosas quería gobernar era necesario disciplinar a la inquieta élite política porteña. Para ello el apoyo unánime de las clases populares de la ciudad se revelaba como imprescindible. Había que organizarlas, darles cohesión e incluso un campo de acción política.

Rosas dirigió su acción gubernativa a la búsqueda de un control firme de la provincia. Si la paz era la meta deseada, había que acallar a los levantiscos. En 1830 ordenó el fusilamiento del Mayor Montero acusado de intentona de levantamiento de la guarnición de Salto59. Hubo en el acto una intención ejemplificadora. Rosas aplicó entonces las facultades extraordinarias y dejó saber a sus enemigos que ésta iba a ser la respuesta del nuevo régimen a los intentos desestabilizadores. La reacción unitaria no se hizo esperar. El escándalo de la ejecución, cometida en circunstancias muy especiales, fue aireado por la prensa opositora60. Fueron éstos, años de efervescencia del periodismo político. La campaña de prensa unitaria, claramente sensacionalista, sembró el terror entre las familias unitarias o sospechosas de simpatías unitarias, que se sintieron amenazadas, iniciándose la primera oleada emigratoria a Montevideo.

Rosas, no obstante, falló en garantizar la paz prometida. La continuada belicosidad de los partidos, tan obstinados como Rosas en imponer sus soluciones, desgastaron al país en guerras interminables y con ellas se esfumaron muchas filiaciones incuestionables. El 6 de diciembre de 1832 terminó el primer período de gobernación de Rosas y éste no aceptó una reelección, a pesar de la repetida insistencia de la legislatura. Alegó motivos de salud y decidió volver a la campaña. Los tres años pasados en el poder habían sido de continua agitación y las facultades extraordinarias con las que gobernó no parecían haber sido suficientes para obtener la paz. Los pocos logros conseguidos con el uso de las facultades extraordinarias se redujeron a la formulación de un estado confederado, sostenido sobre los temporales acuerdos de los caudillos61.

Ante la repetida negativa de Rosas a aceptar la reelección, Juan Ramón Balcarce fue designado nuevo gobernador. En el ínterin, Rosas se aprestó a llevar a cabo uno de sus planes más ambiciosos: la Campaña del Desierto. Este gran plan expedicionario respondía a una línea económica iniciada hacía años. El objetivo era extender las tierras disponibles de la provincia y abrir nuevos terrenos a la demanda creciente de los estancieros. La expedición acrecentó la popularidad de Rosas, añadiendo a su haber el título de Conquistador del Desierto62.

La Revolución de los Restauradores y la dictadura

Durante la ausencia de Rosas, y bajo la gobernación de Juan Ramón Balcarce, la escena política fue un hervidero de disputas partidistas. En las elecciones para representantes de 1833 se produjeron enfrentamientos armados que forzaron la dimisión de balcarce63. Juan José Viamonte fue elegido provisionalmente para sucederlo. El caos se adueñó del escenario político. Los federalistas netos, involucrados activamente en el tumulto político, empujaban la candidatura de Rosas, bajo la llamada a la Revolución de los Restauradores64. Pieza clave de la revolución restauradora fue Encarnación Ezcurra, la esposa del ex-gobernador. Ante la ausencia de su marido, todavía en plena Campaña del Desierto, Encarnación fue el pivote sobre el que giró la campaña restauradora65. Coordinó a las clases bajas de la ciudad y organizó la resistencia antigubernamental mediante la instrumentación de una organización clave, la Sociedad Popular Restauradora. Esta sociedad sirvió los intereses restauradores del rosismo. Su triste fama le viene de ser confundida con la Mazorca, que fue sólo su brazo parapolicial66.

En 1835 la Revolución de los Restauradores dio sus frutos. Viamonte dimitió. La legislatura ofreció de nuevo la gobernación a Rosas, quien por cuarta vez la rechazó67. La final aceptación estuvo sujeta a ciertas condiciones. La suma del poder público, exigencia sine qua non, le fue otorgada el 7 de marzo de 1835, y Rosas inició una larga dictadura68. No sólo obtenía facultades extraordinarias, traducidas en la suspensión de las garantías individuales que pudieran limitar sus atribuciones, sino el total control de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo.

La segunda gobernación, cuya duración se extendió hasta 1852, se inauguraba con el mismo carácter conservador con que había discurrido la primera. Aseguraba la propiedad a los propietarios, se comprometía a mantener el culto69 y fortalecía el poder del ejército a expensas de los programas educativos y sociales. Si la oposición no se avenía a sus términos, el régimen sabría cómo silenciarla. El rosismo no debía temer por el momento el ruido propagandístico de la oposición, puesto que la toma del poder se realizaba con el fervor efervescente de la multitud70.

Desde los primeros días de su gobernación, Rosas se dedicó con meticulosidad a la tarea de administrar esa gran finca que era para él la provincia de Buenos Aires, tratando de compaginar los intereses de ésta con los del resto del país. Como administrador, sus primeras medidas se encaminaron a reducir sustancialmente los gastos públicos. Recortó los presupuestos del estado, despidió a gran número de funcionarios e intentó depurar la ineficaz máquina administrativa71.

El balance de la administración de Rosas en sus 20 largos años arroja un saldo muy irregular. A los aspectos coyunturales de la economía (anomalías climáticas de los años 1835-1845 y 1857)72, hay que añadir la negativa incidencia que la política azotada por la discordia tuvo en el libre desarrollo de las iniciativas económicas73. Extraño fue el año en que guerras, invasiones, escaramuzas punitivas, bloqueos militares, saqueos o simple destrucción no se hicieran sentir. Hacer un balance final sin tener en cuenta todos estos elementos sería incompleto.

Pese a las grandes vicisitudes de las guerras, el sector ganadero rioplatense continuó durante la gobernación de Rosas una línea expansionista74. A la rápida expansión saladerista, hay que añadir la introducción de otros productos ganaderos: sebos, cueros salados y tasajo, cuyas exportaciones en los años siguientes a los del bloqueo alcanzaron cifras récord75. La extensión, pacificación y población de las nuevas tierras conquistadas al sur de Buenos Aires, así como el proceso de privatización de grandes extensiones de tierras fiscales, explican este desarrollo productivo. Rosas reemplazó el sistema enfitéutico del tiempo de Rivadavia por el de venta, acompañado de las generosas concesiones de tierra con que el Gobernador premió servicios políticos76. Los últimos años del rosismo, los pocos que transcurrieron en relativa paz, dan cuenta de la aparición de la ganadería ovina, cuya lana representó un nuevo rubro para las exportaciones77. Esta transformación fue posible gracias a la afluencia inmigratoria (irlandeses y vascos) que coincidió con esos últimos años de cierta estabilidad política. Con la introducción del ganado ovino la economía de pastoreo sustituyó parcialmente a la vacuna.

En el interior, la economía provincial corrió variada suerte. Las provincias limítrofes andinas se beneficiaron temporalmente del resurgimiento de la economía minera chilena78. Las regiones del interior siguieron ancladas en una economía de dependencia, sobre todo de Buenos Aires. No parece que se produjese ningún cambio en su infraestructura básica, ni en su composición social79. La economía de estas provincias mantuvo su dependencia de la política de uno u otro signo que el monopolio comercial de Buenos Aires imponía. La aduana continuó siendo, en tiempos no afectados por el bloqueo, la más importante fuente de ingresos del gobierno, y su política proteccionista o librecambista, según conviniese al régimen, sacrificó en muchos casos los intereses de los productores del interior80. En años de expansión comercial, la manufactura y la artesanía local no podían competir con la avalancha de productos extranjeros, principalmente ingleses, de más bajo precio. Así, el tímido expansionismo económico de estos años, se realizó en el sector de la producción de materias primas, por lo que se puede concluir que el federalismo porteño desarrolló una economía agropecuaria exportadora, a expensas de una dependencia creciente de los productos manufacturados. En 1850 la industria había hecho algunos progresos, pero ninguno tendente a la modernización de los medios de producción. Un pequeño sector industrial creció paralelamente al incremento de la demanda interior, beneficiándose básicamente los sectores alimenticios, textiles y de la vivienda. Los productos de exportación fueron los derivados de los saladeros.

El modelo que Rosas favoreció fue en general apropiado al tiempo y lugar. La primitiva estancia fue debidamente adaptada a la Argentina de la primera mitad del siglo. Teniendo en cuenta los recursos disponibles, esta línea económica parecía adecuada a la realidad del país. La evidencia es que no había muchas posibilidades de atraer grandes capitales capaces de cambiar la estructura económica, en un tiempo en que las inversiones extranjeras eran limitadas, las del país inexistentes, y la Argentina era todavía vista como una aventura que representaba mucho riesgo81.

La gran beneficiaria de la política económica rosista fue, sin duda, la clase propietaria. En su favor dirigió Rosas su política económica durante 20 años. Estancieros fueron los grandes beneficiarios de la ampliación de tierras del sur de Buenos Aires. Si en medio de las zozobras de una época agitada hubo algunos sectores en expansión, fueron el ganadero y la industria derivada: grasas, sebos, cueros y tasajo y productos de los saladeros82. Prueba de ello, es la canalización de las inversiones de capital británico hacia ese sector83. Rosas aceleró el proceso de privatización de tierras fiscales a gran escala, recayendo en manos de militares federales como pago de sus servicios y de los grandes propietarios, ávidos de adquirir más propiedades.

Rosas aplicó en todo momento una política económica nacionalista, con leyes ajustadamente protectoras, aunque en el saldo final, el mayor protegido fue el sector agrario, por considerárselo el más sólido pilar económico del país84. Si en ocasiones Rosas actuó como defensor de los intereses de los menos protegidos, fueron medidas esporádicas, imprecisas y forzadas por la necesidad de conservar el apoyo político de estas clases85. Si discrepancias con el régimen ocasionaron protestas e incluso levantamientos armados de estancieros, como la Revolución del Sur de Buenos Aires (1839), éstas se debieron principalmente a factores externos. La Revolución del Sur de Buenos Aires se explica en función de los perjuicios que el bloqueo francés infirió a la economía exportadora ganadera. Sin embargo, no cabe ninguna duda de que el régimen rosista mimó a estancieros y propietarios. La política fiscal inexistente, las leyes sobre rentas inmuebles y la apertura del desierto al sector agropecuario se sitúan dentro de esta línea monolítica.

Desde el punto de vista político, el régimen rosista estuvo castigado constantemente por el intervencionismo exterior y la abierta oposición unitaria dentro del país86. Estos factores modelaron el carácter del régimen, el cual no pudo desarrollarse según pautas establecidas, puesto que debió ajustarse a las necesidades que cada momento demandaba. Cierto es que la ascensión de Rosas al poder debió ser una provocación para algunos sectores del país. Se atrevió a alentar la conciencia de las clases desposeídas contra los intereses de la burguesía urbana. Se alineó al lado de caudillos locales para conseguir acuerdos interprovinciales87. Qué repugnancia producirían en las clases altas bonaerenses las aclamaciones delirantes del pueblo en las procesiones que siguieron a la exaltación de Rosas al poder en 1835, y otras expresiones de carácter populista.

En el poder, Rosas silenció a la opinión pública. Se puso al lado de los intereses de la campaña, despreciando la disponible colaboración de los intelectuales, y borró toda posibilidad de un sistema representativo al asumir en la práctica las facultades extraordinarias y la suma del poder público. La legislatura, sometida a un papel de comparsa, fue un mero instrumento del dictador. La prensa fue censurada y en gran medida silenciada88. Rosas quería imponer un sistema que imprimiera carácter, y para conseguirlo intentó uniformar al país dentro de su concepción de la política. La proclama del Gobernador al tomar el poder no anunciaba nada bueno a sus enemigos políticos. Amenazaba a «la facción de hombres corrompidos… que se han puesto en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe» y anunciaba mano dura «para sacar a la patria del profundo abismo de males en que la lloramos sumergida»89. Estas proclamas anunciaban un tipo de régimen que iría empujando, a golpes de amenazas veladas, a generaciones de profesionales, intelectuales y hombres públicos al exilio90. Las familias unitarias o que simpatizaban con el unitarismo conocieron la zozobra como estilo natural de vida desde que el régimen consolido su modalidad absoluta, y buscaron el exilio, forzado unas veces, voluntario otra.

Al exilio fueron unitarios doctrinarios emigrados de primera ola, seguidores de Rivadavia, quienes casi desde la caída de éste decidieron emigrar como forma de expresar su descontento con cualquier régimen no ortodoxamente rivadaviano. Marcharon entre 1828 y 1829, y en su gran mayoría se ubicaron en Montevideo. A este primer grupo siguió otro de liberales no doctrinarios, profesionales e intelectuales, amenazados por los disturbios que se vivían en Buenos Aires: la acción parapolicial de la Sociedad Popular, la polarización violenta de distintos bandos políticos y la amenaza de la restauración federal. Alrededor de 1835, emigró la facción de federales netos en desacuerdo con el ala apostólica pro-rosista. Entre 1838 y 1839 se exilaron muchos de los miembros de la generación romántica.

Unitarios, Federales y románticos

El unitarismo se nutrió con hombres de la Revolución de Mayo. Creían que el orden nacional al que aspiraban debería estar subordinado a las leyes de la razón, la libertad y la ilustración91. Habían rechazado abiertamente la estructura político-social heredada de España y consideraban que sólo imitando las instituciones e ideologías de los países más avanzados (Francia, Inglaterra y los Estados Unidos), podrían obtenerse las metas de democracia y progreso que los animaban. Juan Martín de Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Sur desde 1816 hasta 1819, Bernardino Rivadavia, primer presidente constitucional argentino (1826-27) y Florencio Varela, son tres destacados representantes de la política y el pensamiento de corte unitario.

Pueyrredón condujo su actividad política hacia la instauración de un régimen centralista. Consideraba al caudillismo provincial como una típica manifestación del fanatismo e ignorancia de la colonia92. Rivadavia fue un intelectual y político reformista. Supo aglutinar a su alrededor numerosas adhesiones y sus ideas fueron adoptadas como principios básicos del credo unitario. Siendo ministro de Martín Rodríguez (1821-24), llevó a cabo numerosos planes de reforma económica y social. Apóstol del liberalismo, su política se animó a modernizar la Argentina mediante el crecimiento económico, el libre comercio, la inversión de capital extranjero y la inmigración93. El unitarismo de corte rivadaviano concluyó que las soluciones que aportaban eran las únicas viables, por lo que se cerraron en un cierto hermetismo ideológico, que despreciaba todo lo que no fuesen sus propias fórmulas. Esta postura elitista resultó en el rechazo de las clases populares y de la cultura del interior, a las que consideraban primitivas y bárbaras. La defensa rígida del credo liberal proponía la tarea de disciplinar al país, por la fuerza si fuera preciso.

Florencio Várela personificó el prototipo del intelectual liberal de la primera mitad del siglo XIX. Con la fe que el nuevo credo imprimía, aceptó la ingente labor de extender el liberalismo triunfante en Inglaterra y Francia y hacerlo universal. Varela calificaba de beneficiosa la dependencia americana de Europa94. Compartía el esquema sarmientista de Civilización y Barbarie y lo expresó en toda su obra. El análisis que Varela hace de la sociedad argentina desde la emancipación en 1810, es que el país ha estado dividido en dos bloques agresivamente opuestos: «los representantes de la fuerza bruta, del atraso colonial, y los sostenedores de los principios de civilización y progreso»95. Unitario militante, rivadaviano por filiación, Varela no podía aceptar una Argentina gobernada por el arbitrio de los caudillos. Le repelía la popularidad fáctica de Rosas en la campaña y entre las clases bajas urbanas. En el pensamiento de Varela, Rosas materializaba la barbarie, culpable del atraso y la postración del país. «Mil veces mejor estábamos bajo el sistema colonial y estaríamos bajo el dominio de cualquier potencia civilizada cristiana»96.

Los federales doctrinarios representaban el ala liberal del federalismo. Eran federales por creencia del tiempo de Dorrego y se escindieron del partido por desacuerdos de ideología. No aceptaron el liderazgo sin límite de Rosas, su sucesor. Los planes del partido federal eran organizar el país por medio de una liga diplomática interprovincial basada en los siguientes puntos: participación de las provincias en las rentas del puerto de Buenos Aires, libre navegación de los ríos y autonomía provincial absoluta97. La posición del sector ortodoxo del partido se había ido alejando del federalismo fanático de los seguidores de Rosas, cuya acción política y conspirativa había pavimentado su retorno al poder. Rosista más que federalista fue la tendencia en que desembocó la acción política de los federales apostólicos seguidores de Juan Manuel. En 1835 el rosismo extendió su amenaza al sector liberal del partido. «Nada dudoso; nada equívoco; nada sospechoso debe haber en la causa de la federación» escribió Rosas a los gobernadores98. Ante este estado de cosas, los federales netos decidieron pasarse a la oposición y buscar el exilio como medida preventiva,

El otro sector importante que hacia 1838 se unió a la oposición fue el formado por ese grupo de hombres de talento excepcional, agrupados primero en torno a la revista La Moda que publicaba Juan Bautista Alberdi, el Salón Literario y más tarde, la Asociación de Mayo. Se les conoce como «la Generación Romántica del 37». En materia cultural predicaron la ruptura con el pensamiento y la tutela española a la que culpaban de su atraso99. Su ideas y acción política se extendieron más allá de las fronteras del Río de la Plata, dando forma al pensamiento de toda una época en América Latina100. La importancia del grupo radica en que consiguieron una Coherencia ideológica al verse situados en la irremediable coyuntura de definirse frente al poder caudillista de Juan Manuel de Rosas. La Asociación de Mayo buscó en sus inicios romper con el tradicional y maniqueo esquema de unitarios y federales que dividía a la sociedad argentina101. Sin embargo, la torpe política de Rosas hacia los intelectuales, su marcado antiliberalismo o quizás su incapacidad para concordar voluntades, forzó a la proscripción a ese talentoso grupo romántico. Desde entonces, observaron el enfrentamiento con Rosas como un conflicto entre la civilización y la barbarie, expresado en dos fuerzas históricas irreconciliables que tiran en dirección opuesta, la una hacia el progreso y la libertad, la otra hacia el atraso y el absolutismo. Con la simplicidad y el gusto por los contrastes propios del romanticismo, esta generación idealizó la cultura europea a la que ambicionó transplantada a las tierras de América. Como contraste, no podían identificar nada válido en la cultura folklórica y autóctona de la Argentina rural. Quisieron redimir el interior y librarlo de sus propios males. El programa de salvación incluía terminar con el poder bárbaro de los caudillos y modernizar Argentina poblándola, haciéndola, más industriosa, civilizada y urbana. Eran hombres de acción, «guerrilleros de la cultura nacional» los llama Raúl Orgaz102, y de ahí que optasen por el exilio voluntario. Tanto en Alberdi como en Echeverría es observable la influencia del pensamiento francés: Saint-Simón, Lerminier, Leroux, Cousin y Mazzini. Ambos ejercieron gran influencia sobre el resto del grupo bonaerense: Juan María Gutiérrez, José Mármol, Miguel Cañé y Luis Domínguez, y en hombres del interior como Domingo F. Sarmiento.

Los distintos grupos de proscritos en el exilio aunque diferenciados en sus programas, se dedicaron a una tarea común y primordial: conspirar contra el dictador bonaerense. La prensa oficialista, a través de su principal órgano de difusión La Gaceta Mercantil, los llamó a todos unitarios o «salvajes unitarios», según el momento. Esta denominación es a todas luces insuficiente, dada la diversidad y multiplicidad de creencias e ideologías.

Los viejos unitarios, militantes del tiempo de Rivadavia, se consideraban a sí mismos llamados a portar la llama de la oposición. En sus proyectos revolucionarios no desdeñaban ningún medio, y estaban dispuestos a negociar con potencias extranjeras acuerdos políticos y militares. Contaban con prestigiosos militares de carrera con dilatada experiencia: Juan Lavalle, José María Paz y Gregorio Araoz de Lamadrid. Los jóvenes de la generación romántica ponían particular empeño en distinguirse de los viejos unitarios, a los que consideraban teóricos fracasados y acusaban de hacer uso indiscriminado de medios conspirativos103.

Miembros del partido unitario formaron el grupo inicial y rector de la resistencia en el exilio, la «Comisión Argentina» en Montevideo, que estuvo compuesta básicamente por militantes unitarios y fue la célula más activa. Llevó a cabo gestiones diplomáticas de diversa índole con el fin de obtener ayuda de potencias extranjeras y desprestigiar en el exterior al gobierno de Buenos Aires. En Santiago de Chile existió otra Comisión Argentina, que no tuvo el protagonismo político de la de Montevideo, aunque su acción se hizo sentir debido a la influencia de un romántico del interior, Domingo F. Sarmiento. Desde los años de sus disputas en su provincia natal de San Juan con el caudillo Facundo Quiroga, Sarmiento había declarado la guerra a muerte al caudillismo y al partido federal y todo lo que se opusiese a la causa del progreso104.

Educados dentro de una tradición iluminista, los proscriptos hallaron en el periodismo un medio propicio para combatir. Desde 1829 -primera gobernación de Rosas- hasta su caída en 1852, publicaron en Montevideo 140 periódicos, y una cantidad incalculable de panfletos, octavillas, hojas impresas y grabados de carácter político que difundieron en las calles de las ciudades, villas, pueblos, cuarteles y campamentos105.

Guerra civil y represión: La Mazorca

La llamada a la lucha contra la dictadura pronto tuvo eco. Entre los años 1838 y 1839 la tremenda fuerza de la oposición se apuntó éxitos parciales e hizo tambalearse al régimen. El momento crítico y culminante se produjo en 1840, cuando las tropas unitarias del General Lavalle se apostaron en los aledaños de la ciudad de Buenos Aires y amenazaron con tomarla. En la trayectoria del régimen 1840 tipifica, sin duda, el momento crítico y culminante a la vez. Es el momento cuando se dirime el poderío supremo de Rosas y el punto céntrico de una época.

Una concatenación de movimientos conspirativos y revueltas ostigatorias había empujado al régimen a una posición límite. Se produjo el bloqueo de la escuadra francesa al puerto de Buenos Aires (1838-40), así como la invasión de la margen izquierda del Uruguay por el caudillo oriental Rivera. Este había firmado un tratado de mutua defensa con las tropas correntinas por el cual el Gobernador de la provincia, Berón de Astrada, declaraba la guerra a Rosas en desacuerdo con la preponderancia que Buenos Aires ejercía sobre la libre navegación de los ríos. Desde el norte el General Lamadrid encabezaba la otra coalición levantisca, en la que participaron las provincias de Tucumán, Salta, Catamarca, La Rioja y Jujuy.

Los caudillos aliados de Rosas vacilaban y los pactos federales se tambaleaban. Fue descubierto el levantamiento de los estancieros del Sur de Buenos Aires (1839), anticipado por la Conspiración de los Maza en la capital (1839). La Comisión Argentina en Montevideo firmaba acuerdos con Francia y buscaba alianzas con otras naciones americanas (1839)106. Rosas rompió relaciones con la Confederación Boliviano-Peruana y la declaró la guerra. Los unitarios habían encontrado un aliado en el Presidente boliviano Andrés Santa Cruz (1837-38). Por último, la máquina propagandística de la oposición atacaba al régimen en todos los frentes. Como resultado de esta situación abrumadora, Rosas abrió los diques al torrente de la demagogia popular y en el torbellino se cometieron todo tipo de actos de violencia, sembrándose el terror. Antes de entrar en el apartado del terror rosista, el conglomerado de vicisitudes señaladas exige un análisis que ayude a comprender mejor el significado final que esta sucesión de acontecimientos tuvo en la dirección que el rosismo siguió.

El bloqueo del puerto de Buenos Aires por la escuadra francesa es quizás el acontecimiento más relevante, pues produjo una gama amplia de reacciones de muy variado signo. Las causas hay que buscarlas en el contexto de la política expansionista francesa, celosa de las prerrogativas inglesas en el Río de la Plata. Francia demandó al gobierno argentino la concesión del «trato de nación más favorecida» del cual ya gozaba Inglaterra, y que Rosas se negó a conceder. La pieza desestabilizadora final fue proporcionada por la política rosista hacia los ciudadanos franceses, a los que obligaba a servir en el ejército como a cualquier otro ciudadano. De esta forma, Francia halló justificaciones para decretar el bloqueo naval del puerto de Buenos Aires el 28 de marzo de 1838.

El bloqueo fue desastroso para el régimen de Buenos Aires. Paralizó la actividad de la aduana, principal fuente de ingresos del gobierno, así como la gran mayoría del tráfico comercial107. Desestabilizó la estructura del régimen federal, generando desavenencias con el gobierno por parte de aquellos cuyos intereses fueron heridos como consecuencia del bloqueo: estancieros y comerciantes108. Hirió directamente a muchos y amplios sectores de la sociedad. La prensa rosista se apresuró, como era lógico, a extraer del conflicto las consecuencias que más podrían beneficiar al partido federal. Atacaron a la oposición por su traición a la causa americana y elogiaron al dictador por su negativa a doblegarse a los intereses de otras naciones. Rosas intentó salir del conflicto con el aura de gran líder nacionalista, defensor de la causa americana109.

El cúmulo de acontecimientos políticos y militares vividos en estos años fueron la expresión de la guerra civil que dividía a la nación argentina. En octubre de 1840 el General Lavalle se hallaba frente a la ciudad de Buenos Aires. La campaña había sido sometida a la fuerza del Ejército Libertador y la ciudad estaba sitiada. Las instrucciones que la Comisión Argentina en Montevideo dio al general unitario antes de iniciarse la expedición eran muy precisas:

«Es menester emplear el terror para triunfar en la guerra. Debe darse muerte a los prisioneros y a todos los enemigos. Debe manifestarse un brazo de hierro y no tener consideraciones con nadie. Debe tratarse de igual modo a los capitalistas que no presten socorro. Es preciso desplegar un vigor formidable. Todos los medios son buenos y deben emplearse sin vacilación»110.

El bloqueo francés hacía más difícil la defensa de la ciudad. Con todo, Rosas sobrevivió al año 40 y el régimen se endureció111. Hasta 1840, la dictadura había empleado tácticas intimidatorias para controlar a la oposición, prevenir levantamientos y uniformar al país. En ese sentido la acción de la Sociedad Popular Restauradora había probado ser altamente eficaz. Sus directas o veladas amenazas, los periódicos escarmientos infringidos entre la oposición y el control ejercido a través del amplísimo sistema de espionaje habían funcionado. A partir de 1840 el terror se extendió a todos los sectores de la sociedad, y Rosas lo permitía o lo controlaba. En 1840 la vida y las propiedades de todos los no adictos al régimen federal estaban en peligro112. La suma del poder público con que estaba investido le permitía ejercer la justicia a voluntad, y durante tiempos tan virulentos usó de esas prerrogativas en forma ilimitada: decretó ejecuciones sumarias o sentenció a penas de diverso orden sin juicios previos. De hecho, fue en esos años duros de emergencia nacional (1839-1842) cuando Rosas abrió los diques de la reacción popular con una demagogia estudiada. Entre bastidores Rosas ejercía un control del sistema de espionaje y policial. Las listas preparadas por la policía, el cuerpo de serenos, militares o la Mazorca, eran presentadas al Dictador que tomaba la última decisión: «fusilar, azotar, multar»113. Las medidas adoptadas eran en parte defensivas, aunque a partir de 1840 el contraataque fue la tónica114.

En 1840 Rosas estableció su cuartel general en el pueblo de Santos Lugares, en la provincia de Buenos Aires. El cuartel sirvió también de prisión en donde se encarcelaba a presos políticos y se llevaban a cabo ejecuciones sumarias115. El recuerdo del lugar va asociado a las memorias borrosas de tortura, sangre y muerte. No menos siniestros fueron el cuartel de serenos y el cuartel de los restauradores, sedes del cuerpo de serenos y de la Mazorca respectivamente116.

Al inicio de los años cuarenta, Rosas se vio forzado a reajustar todo el sistema de control político que parecía demandar la continuidad del régimen. El país vivía una guerra civil dentro y fuera de la provincia. De hecho, si la conspiración de los Maza y la del Sur de Buenos Aires venían del lado federal, se hacía necesario diferenciar a enemigos y aliados. Es decir, era imperativo conocer la filiación de los partidarios del gobierno. Llevar a cabo esta tarea era algo que encuadraba perfectamente con el sentido del orden y uniformidad de Rosas.

Rosas había demostrado ya sus habilidades como estratega y demagogo. Así, decretó una parafernalia partidista en la que una serie de distintivos externos permitirían comprobar la afiliación política de cada ciudadano. El rojo fue adoptado por el federalismo como color oficial117. Había que vestir en este color o mostrar algún tipo de distintivo punzó: cintas, pañuelos, ponchos, brazaletes, etc.118 Si los unitarios se denominaban a sí mismos «gente decente» y gustaban vestir frac, el poncho pronto fue el atuendo del rosismo. Si los unitarios iban en calesa, los federales montaban a caballo. Si el unitarismo era europeizante y se enorgullecía de ello, el federalismo se proclamaría vernáculo reivindicando los aspectos genuinamente argentinos. La reestructuración del régimen aglutinó a los adictos y paralizó a los disidentes. Los años de entusiasmo federal generalizado dieron paso a una división aún más acusada de la sociedad.

Fundamental en la instrumentación del aparato represor rosista fue la organización conocida como la Mazorca. Brazo parapolicial de la Sociedad Popular Restauradora, la Mazorca, motejada por sus enemigos como la «más-horca» fue el símbolo del terror. Los mazorqueros, los activos miembros de la organización, estaban reclutados entre los más exaltados miembros del federalismo rosista, por lo general extraídos de los sectores bajos de la sociedad. Durante la invasión de Lavalle mucha gente intentó afiliarse a la organización, aunque su carácter parapolicial requería un cuidadoso escrutinio de sus miembros. Limpiar la Argentina de «salvajes unitarios», enemigos del Restaurador, era su fin.

La acción de la Mazorca se hizo sentir especialmente en los llamados años del terror rojo: 1840 y 1842. Entonces, la Mazorca perpetró actos delictivos de todo orden: violación de domicilios, intimidación, manifestaciones públicas de fuerza, arrestos, torturas y asesinatos. El degüello fue una práctica en uso. Más de una mañana del terrible mes de octubre de 1840 se hallaron cabezas decapitadas en lugares públicos119. Las amenazas alcanzaron a todos los estratos de la sociedad, puesto que el terrorismo rosista no fue un terrorismo de clase. Fue dirigido a eliminar por todos los medios a la oposición del régimen. La benevolencia del dictador en el control del terrorismo era una forma de hacer verosímil que la selección de la víctima había sido el resultado de la cólera popular. No era así: el sistema policial estaba bien organizado y la represión instrumentada en la mayoría de los casos120«Se organiza un fichero con los nombres de los empleados públicos, y luego con los de todo el mundo, en que se clasifican las personas con arreglo a sus opiniones públicas»121. Cuando fue menester un escarmiento ejemplificador, Rosas no titubeó en ordenar un castigo. A veces, éste llegó como resultado de fuertes presiones, como ocurrió en el malventurado caso de la ejecución de Camila O’Gorman.

Política exterior y últimos años del régimen

A pesar de las simpatías parciales que Rosas obtuvo en algunos países (Estados Unidos), la acción de la oposición desde el punto de vista propagandístico fue devastadora, y la prensa rosista nunca la igualó. Esta exalzó los logros del gobierno y dio respuesta puntual a cada una de las acusaciones e informaciones de la belicosa prensa en el exilio. El Régimen estuvo siempre muy preocupado de cuidar su imagen, tanto en el interior como en el exterior122. La dictadura estaba dispuesta a gastar grandes sumas de dinero en este fin. Había que contrarrestar la acción propagandística de la oposición, y esto no era fácil por la exuberancia, animosidad, multiplicidad y prestigio de la prensa enemiga.

En 1845 se produjo un nuevo bloqueo naval al puerto de Buenos Aires y las entradas del río, esta vez con la intervención conjunta francesa e inglesa. Pareció que este bloqueo tendría repercusiones más serias que el primero. Se extendió hasta 1848. El largo bloqueo y sus repercusiones negativas minaron la poca credibilidad en la capacidad del régimen para encauzar al país en un camino seguro y definitivo hacia la paz. Sin embargo, la batalla del Obligado, en la que las tropas federales rompieron el bloqueo que cerraba las bocas del río, tornaron las suertes del conflicto. Gran Bretaña en 1849 y Francia después, decidieron firmar acuerdos de paz. Fueron estos últimos años del régimen los pocos en que el rosismo disfrutó de cierta tranquilidad. Se tomaron medidas para suavizar la represión y normalizar la actividad social: devolución de las tierras confiscadas, relajación del aparato policial. La Mazorca había sido disuelta hacía años (1846)123. Se produjo también cierto progreso económico, una entrada paulatina de inmigrantes y hasta el retorno de grupos de exilados. Rosas retuvo el control del país, acercándolo a una más sólida normalización.

Parecía que, tras tantos años, el rosismo era imbatible. Las deserciones cundieron entre la oposición. De la generación de intelectuales de la joven Argentina, muerto Echeverría, y Alberdi más conciliatorio que nunca, sólo Mármol y Sarmiento mantenían viva la llama de la oposición124. Los viejos unitarios tras la desaparición de Florencio Varela se dividieron en sus posturas, respirándose un cierto espíritu de compromiso ante la evidencia imperecedera de una Argentina federal.

La Argentina de Rosas parecía haber alcanzado un punto de inflexión en el que se vislumbraba que los acontecimientos permitirían, por fin, un normal desarrollo de la vida diaria. La gente parecía haber olvidado el desasosiego de guerras y amenazas. La vida diaria transcurría, quizás con la normalidad que había transcurrido siempre, y todo hacía pensar que la dictadura podía continuar por otras dos décadas125. Sin embargo, una nueva combinación de elementos provenientes unos del interior y del exterior otros, se aunó para echar por tierra esta paz temporal.

Las relaciones entre la Argentina de Rosas y el Brasil no habían sido buenas desde la guerra de 1826, en donde se dirimieron las áreas de influencia en el Río de la Plata. Una vez decidido en 1828 el destino de la Provincia Oriental del Uruguay a favor de la creación de una nación independiente, el imperio había buscado vías alternativas de penetración, manteniendo expectativas sobre zonas litorales. Conocido es su deseo de anexionar la zona de Misiones. Por otra parte, Rosas nunca había abandonado sus pretenciones sobre el Paraguay, al que continuó considerando como una provincia del Río de la Plata. Fue en el Uruguay sin embargo, en donde el enfrentamiento se materializó. En la llamada Guerra Grande (1842-1851), Rosas había apoyado a las fuerzas sitiadoras del General Oribe, aliado porteño, durante el largo y agotador sitio a la capital. En Montevideo, el General Fructuoso Rivera, caudillo oriental, se mantenía con el apoyo incondicional de los emigrados unitarios y el imperio. La amenaza federal, sin embargo, parecía capaz de romper el círculo. Ello suponía un grave peligro para la independencia del Uruguay. En ese momento el Brasil decidió intervenir. En 1850 firmó una alianza con el Paraguay y ambos países declararon oficialmente rotas sus relaciones diplomáticas con el gobierno de Buenos Aires. El siguiente año de 1851, el gobernador de Entre Ríos Justo José Urquiza, quien había sido encargado del mando de las tropas de la federación para contrarrestar cualquier invasión del bloque brasileño-paraguayo, decidió pasarse a la oposición. Urquiza firmó un tratado con el representante del imperio, por el que las tropas de las provincias de Entre Ríos y las de Corrientes sublevadas se declaraban en abierta guerra contra Rosas. Ya el líder unitario Florencio Varela había anticipado que la grieta por la cual el régimen haría agua sería la creada por el conflicto entre Buenos Aires y las provincias del litoral, por la libre navegación de los ríos126.

El último bloqueo al puerto de Buenos Aires había beneficiado a algunas provincias del litoral. Entre Ríos en particular, feudo del caudillo Urquiza, supo sacar provecho del bloqueo a la capital al desarrollar un mercado directo con Montevideo y desde allí con el exterior. De esta forma se evitaba el tutelaje de Buenos Aires y los gastos extras que la aduana exigía. Tras la ruptura del bloqueo, Rosas aceptó el que la provincia de Entre Ríos continuara manteniendo un comercio libre con el exterior para los llamados «frutos del país», pero la autorización vedaba expresamente el comercio de los productos del saladero127. De esta forma Rosas mantenía el monopolio sobre este sector, protegiendo nuevamente los intereses de la oligarquía bonaerense, pieza clave de su política económica. La federación había contado con un aliado insustituible en la persona del gobernador Urquiza. Rico terrateniente ganadero y comerciante, con flota propia y dedicado también al tráfico de cabotaje, Urquiza llevó a cabo en su provincia diversos experimentos para vitalizar su riqueza. Las medidas proteccionistas de Buenos Aires herían al comercio provincial. Con la apertura del puerto de Buenos Aires, tras el bloqueo, y el creciente mejoramiento de la economía porteña, los esfuerzos por vitalizar la economía del litoral se veían amenazados de asfixia, al no tener salida directa hacia la exportación. De alguna forma, Urquiza y Rosas tenían historiales semejantes. Las relaciones entre ambos, cordiales, se habían desarrollado en una atmósfera de entendimiento, con elementos de recelo y mutuo respeto128. Se aunaban de esta forma en 1851 grandes intereses económicos y políticos en contra de Rosas.

A finales del año un gran ejército de más de 20000 hombres, llamado el Ejército Grande Aliado de Sud-América, cruzaba el Paraná. Las gentes de la campaña siguieron animosamente fieles al rosismo y no prestaron su ayuda al ejército aliado. Se repetía entonces el esquema del año 40, cuando todo hacía presagiar que la campaña estaba con Lavalle y se pronunciaría contra Rosas, al menos eso auguraban sus voceros. Entonces, como ahora, se probaba la ardiente popularidad de Rosas entre el pueblo llano. Lavalle escribía a su esposa con amarga evidencia:

«El hecho es que los triunfos de este ejército no hacen conquista sino entre la gente que habla; la que no había y pelea nos es contraria y nos hostiliza cuanto puede. Este es el secreto origen de tantas y tan engañosas ilusiones sobre el poder de Rosas que nadie conoce hoy como yo»129.

Sin embargo, la suerte última se decidió a favor de las fuerzas aliadas en la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852), y el régimen se desplomó sin excesivos estruendos. Según testigos presenciales, Rosas se comportó durante la batalla como si hubiera perdido el interés por el desarrollo final130. Tras la derrota, Rosas se asiló en casa del Encargado de Negocios Británico, Mr. Core, y desde allí se embarcó en un buque inglés camino de Southampton, en donde inició un largo exilio131.

Desaparecido el dictador, el ejército aliado entró en Buenos Aires. Entre la zozobra y dudas para unos y el entusiasmo para otros, la casa del ex-gobernador, Palermo, los cuarteles de Santos Lugares y de la ciudad, se transformaron en lugares de peregrinación y focos de leyendas y chismes132.

En la caída del rosismo, como en su ascensión, se combinaron una serie de fuerzas, de las que no es la menor el agotamiento del mismo régimen. El rol económico que Rosas representó ya no era tan necesario para la defensa de determinados intereses. Las debilidades del modelo económico eran más visibles en un tiempo en que se retornaba a la tranquilidad política. Es más, su gobernación podía ser incluso contraproducente en la evolución hacia nuevas etapas. El agotamiento también era político. La disputa entre federales y unitarios, la guerra civil extenuante, la incapacidad para unificar políticamente al país y las continuas amenazas exteriores habían rendido las resistencias de Rosas y su modelo político.

En los años previos a la batalla de Caseros, Rosas había presentado su dimisión varias veces. En 1849, el dictador parecía más determinado que nunca a dejar el mando. El partido rosista, interesado en su permanencia, se encargó de levantar el entusiasmo popular demandando su continuidad. Rosas continuó sin entusiasmo. Este hecho es palpable en la forma en que la dictadura se enfrentó al ejército invasor: impericia, ánimo de derrota y desinterés parecieron ser la tónica133. La suerte de la batalla de Caseros dejó sueltos multitud de hilos que se hallaban engarzados a la figura del gobernador. Entonces, se reveló la súbita traición de unos, la impotente lealtad de otros, y la nerviosa expectativa de los más. Así lo narra un testigo de excepción, el periodista español Benito Hortelano:

«Cuando cayó Rosas no dio esta población muestras de alegría, al menos tantas como se debían esperar de un pueblo que ha estado 22 años sufriendo una espantosa tiranía y que le viene la libertad cuando menos lo esperaba y sin contribuir en nada para obtenerla; antes al contrario, ya el tirano estaba derrotado y se había refugiado en la ciudad para, desde ella, embarcarse, y la Guardia Nacional seguía en los cantones esperando la orden para defender al tirano que estaba impotente para tiranizar. El pueblo que quiere ser libre lo es: Buenos Aires si sufrió tiranía, la sufrió con gusto, pues o no hubo tiranía o, si la hubo, esta República se conformaba con aquel sistema, de gobierno cuando no lo derrotó»134.

Balance del período

La Argentina que Rosas dejaba cuando se encaminaba al exilio era un país que distaba mucho de la Argentina post-revolucionaria de 1810. Ni era tan colonial, atrasada y bárbara como la describieron sus enemigos políticos en el exilio; ni tan unificada, próspera y pacífica como más tarde predicaron sus exégetas, historiadores y escritores de la escuela revisionista. Desde el punto de vista de la unidad nacional se habían dado muchos y positivos pasos. El rostro de la Argentina de 1852 no era el de la división caótica provincial de la década de los veinte. El federalismo rosista había sido capaz de dar cierta unidad política al país pero bajo una forma hegemónica porteña, lo que implicaba la forzosa subordinación provincial. Por otra parte, la unificación no se realizó dentro de un marco institucional que el mismo Rosas juzgaba prematura, sino sobre lazos de ascendencia que el caudillo porteño pudo establecer con otros poderes provinciales, aunque a veces estos fueron efímeros y etéreos. De hecho, la batalla de Caseros, en donde se decidió la suerte final del régimen, tuvo su preludio en las desavenencias surgidas entre Buenos Aires y las provincias de Entre Ríos y Corrientes. Las afinidades provenían también de la coincidencia de ciertas ideas comunes, aunque más que de ideas debiera hablarse de mentalidades: hostilidad a los cambios económicos y sociales, rechazo de las formas de vida europea, y enfrentamiento al programa liberal.

La administración de Rosas fue eminentemente conservadora y centralista. Representó a la propiedad, especialmente a la gran propiedad rural, y fue tradicionalista en su política social. Rosas gobernó para una clase: la de los estancieros y saladeristas135. Esta política es clara en momentos difíciles para el régimen, como los correspondientes a los dos bloqueos. Entonces, cuando medidas extraordinarias parecían exigir una reorientación de la política fiscal, Rosas permaneció fiel a su línea económica. No se planteó aumentar los gravámenes a los comerciantes y productores136. Esta medida podría haber aliviado la crítica situación en que el bloqueo colocó a la administración privada de su más importante fuente de ingreso, la aduana. Por el contrario, Rosas prefirió reducir casi a cero el presupuesto del estado para sanidad y enseñanza, y recortar los gastos de la administración, agilizando plantillas y reduciendo salarios. Es decir, la administración protegió decididamente a la gran economía137. Es precisamente en este apartado en donde podemos hallar algunos de los logros del rosismo. La preocupación por el mejoramiento de la economía fue uno de sus barómetros directores138. Si bien Rosas no tenía la talla ni la visión para transformar la estructura económica del país, creando una economía diversificada y capitalizada, supo al menos sacar partido de los recursos asequibles139. En un país en donde la escasez de capitales y la inercia productiva eran la tónica, Rosas, ese empresario activo y hábil administrador, echó mano de la abundancia de tierras para asentar las bases de un sector predominante, los ganaderos y saladeristas. La conclusión es que con el apoyo total que el sistema prestó al sector, los resultados finales cuantificados fueron favorables. En los años que van desde 1810 a la mitad del siglo las exportaciones se multiplicaron por diez, consiguiéndose una balanza comercial estabilizada en la que el incremento de productos manufacturados encontró contrapartida adecuada en las exportaciones del sector agropecuario140. El régimen se las ingenió para que incluso en medio de la más sangrienta y destructiva guerra la producción agropecuaria no rompiese su ritmo acelerado141. También es digno de mención el alto número de inmigrantes que arribaron a Buenos Aires antes de 1852142. La trayectoria de la política exterior se encuadra en el mismo planteamiento original, es decir, proteger a la economía de las tormentas políticas.

Las tentaciones de confrontación internacional no le faltaron al rosismo. Sin embargo, hay que admitir que los enfrentamientos bélicos en los que el gobierno federal se vio envuelto tuvieron más un carácter defensivo que ofensivo. El mismo análisis es aplicable a la postura del régimen en la guerra civil contra las provincias y los ejércitos unitarios. La violencia federal fue en parte un mecanismo de defensa contra las agresiones unitarias que no se distinguieron precisamente por su moderación. El terror unitario de los ejércitos de liberación es un hecho subrayado por los mismos militares143.

Rosas fue un conservador al que no le gustaban los cambios. Pero entre el realismo campesino de Rosas y el idealismo utópico de Rivadavia, la primera posición era la que podía presentar más viabilidad. Incrementó el poder del ejército, protegió a la iglesia, aunque no supo manejar bien a la oposición, ni a los intelectuales, y el aluvión de la crítica le cayó con un peso irresistible. Si los unitarios no tuvieron la capacidad para derrotarle, el daño que le infringieron cara a la historia fue abrumador. Sus logros no escaparon a la tormenta feroz de la crítica.

Para contrarrestar la fuerza de la oposición, Rosas se apoyó en dos sectores opuestos: la clase estanciera y el pueblo llano de la ciudad y el campo. En este aspecto llevó a cabo una política populista marcadamente contradictoria: buscar el apoyo de una clase cuando se está representando los intereses de otra. En este sentido Rosas fue un auténtico caudillo que atrajo el favor de las masas por la simple aureola de su atractivo personal sabiamente manejado. Esta política no pasó desapercibida a sus enemigos políticos que lo acusaron de manipulador, de confraternizar con los pobres dándoles lo que les quitaba a los ricos, de romper el orden social mediante la creación de una atmósfera disolvente.

En la práctica, Rosas mostró ser más estadista de lo que ninguno de sus críticos osó admitir. La defensa de la unidad nacional y el enfrentamiento a los intereses franceses, su política unificadora a partir del federalismo sobre base porteña, y la forma en que manejó graves tensiones le ganaron el galardón de jefe nacionalista. La prédica unitaria no pudo borrar esta aureola por mucho que se lo propuso. Aquellos años de gobierno de signo colorado, con sus consignas y emblemas; con sus objetivos (independencia nacional, enfrentamiento a las exigencias post-colonialistas de las potencias europeas, creación de la confederación y restablecimiento de la autoridad del estado) definieron un cierto modo de distinguir lo criollo y lo argentino. Al tiempo, fomentaron ciertas formas de ser autóctonas: modos de hablar y cantar, estilos de ser, formas de vestir. Si algo enturbió en demasía estos logros, fue la forma brutal con que se llevaron a cabo. La dictadura no dudó en silenciar a la oposición levantisca. A la agresión unitaria respondió con la violencia y en ocasiones el terror. La constitución de un país asentado sobre bases institucionales hubo de esperar mientras la dictadura organizaba la nación con el palo y la espada. La cultura enciclopédica no tuvo lugar en el patio rosista, y ésta fue una grave falta en un país que contó con un inusitado grupo de escritores e intelectuales que brillaron con luz propia entre las sombras del siglo.

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