La reconstrucción de la democracia Argentina. (1983-2003)
La reconstrucción de la democracia Argentina. (1983-2003)

La reconstrucción de la democracia Argentina. (1983-2003)

La reconstrucción de la democracia (uba.ar)


Hugo Quiroga
La experiencia democrática: una historia de inestabilidad
El régimen democrático que se instaló en 1983 transita por un complejo y ambiguo
proceso que revela, al mismo tiempo, signos favorables de consolidación y rasgos
preocupantes de imperfección institucional. Se ha afirmado, por un lado, el principio de
legitimidad democrática ( el apego mayoritario de los ciudadanos y partidos a las reglas
de sucesión pacífica del poder) y, por otro, no se han superado las deficiencias
institucionales y las profundas desigualdades sociales que representan serios desafíos
para la estabilidad de la democracia. En este tiempo han surgido nuevas demandas en la
sociedad y ellas tienen que ver con la búsqueda de igualdad social, con los deseos de
seguridad, con la eliminación de la corrupción y con la calidad de las instituciones
públicas, especialmente con aquellas que imparten justicia. En estos reclamos se hallan
los difíciles pero no imposibles avances de la democracia.
Lo que no ha registrado en la historia política argentina, al menos hasta 1983, es la
completa actuación de la Constitución Nacional. Planteado el problema de este modo, es
evidente que la Ley Suprema no pudo garantizar por sí misma -con sus derechos y
garantías y con las reglas de competencia pacífica por el poder- la existencia de un
orden democrático estable. Nuestra democracia constitucional fracasó en sus múltiples
intentos de estabilidad, inmersa como estuvo durante tanto tiempo en un rumbo errático
que la llevó a alejarse del juego electoral limpio y pluralista y del respeto a las leyes. La
democracia se vuelve, sin duda, inestable por la falta de confianza en las reglas de
procedimiento constitucional, en la ausencia de un sistema de alternancia y en la
desobediencia de los militares al poder civil.
La historia de nuestra democracia es, en este sentido, entrecortada. Una democracia de
corta duración -nuestra primera forma efectivamente democrática- se instauró entre
1916 y 1930, poniendo fin a un estilo de sufragio tutelado y a técnicas de control
clientelar, lo que condujo a ampliar el nivel de participación política mediante el
ejercicio de elecciones libres, plurales y competitivas. Durante dieciocho años la
competencia por el poder permaneció abierta, aunque no se logró establecer en ese
tiempo un verdadero sistema de alternancia. Un período muy breve, en el contorno de
un universo complejo que descansó en continuidades profundas, no permitió fortalecer,
entonces, las instituciones democráticas ni crear un sistema de legitimidad en torno a
ellas.
Como bien ha señalado Natalio Botana, a partir del golpe de 1930 la legitimidad
democrática se constituirá en el problema permanente de la Argentina contemporánea.
El período que sigue implicará un rotundo retroceso desde el punto de vista políticoinstitucional para el orden democrático liberal naciente, cuyos efectos se trasladarán
hasta el presente demostrando la realidad de la interconexión de los procesos. Pero el
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primer tramo de la democracia (el de dieciocho años), que no pudo tener continuidad,
mostró ya a todas luces su insuficiencia para crear entre ciudadanos y dirigentes una
confianza activa en la legitimidad de las instituciones democráticas. El golpe de 1930
representó la postergación de la posibilidad de consolidar la democracia y de estructurar
un sistema de partidos.
Lo que se pudo construir no fue más que una democracia entrecortada, que sobrevivió
penosamente entre seis golpes militares (1930-1943-1955-1962-1966-1976), fraude
electoral (en 1937) y proscripciones políticas (del radicalismo en 1931, del peronismo
en 1958 y 1963) sin poder resolver las tensiones entre legitimidad e ilegitimidad
democrática. Después de 1930, el único presidente constitucional elegido en comicios
libres que pudo terminar su mandato fue el general Perón, entre 1946-1952. En
definitiva, “pretorianismo” (es decir, la aceptación de la participación de los militares en
política), escasa competencia entre partidos y rotación del poder entre civiles y militares
fueron los elementos singulares de la vida política argentina entre 1930 y 1983. A la
par, una línea comunicante de pretensiones hegemónicas de distintos signos, como la
que notoriamente instaló el peronismo en 1946, atravesó estas diferentes etapas. En este
universo, lo político no logró instalarse en su especificidad y, ante la debilidad de los
partidos, las corporaciones fueron ocupando los espacios cedidos.
Un sistema político como el argentino que entre 1916 y 1983 se desplazó sin cesar
entre momentos de legitimidad y de ilegitimidad democrática, no contribuyó,
naturalmente, a fortalecer la creencia efectiva en la Constitución Nacional, ni llegó a
crear en tantas décadas de historia institucional un poder democrático legítimo, en torno
a las reglas pacíficas de sucesión del poder, la libertad de sufragio y la soberanía
popular. De ahí, también, los desafíos para el nuevo período que comienza en 1983.
En síntesis, en la dinámica de este juego político, nuestra democracia no fue capaz de
consolidar entre 1916 y 1983 un poder legítimo y una cultura política que la sostuviese.
Conviene recordar que los cambios en la cultura política de una sociedad no se
producen, en general, tan abruptamente. Por eso advierte Norbert Lechner que una
cultura democrática es el resultado de un proceso histórico que requiere de un tiempo
para que se desarrollen costumbres y creencias en las que pueda apoyarse la
construcción institucional de la democracia. La legitimidad de las instituciones
democráticas supone la maduración de una cultura cívica que, a su vez, se apoya en el
funcionamiento eficiente y duradero de las instituciones.
Es por eso que las dificultades del proceso de transición a la democracia que comienza
después de la derrota de Malvinas no fueron pocas. Al mismo tiempo que la renaciente
democracia luchaba por institucionalizarse, debía adecuarse a las exigencias de
reestructuración de la economía mundial, la que provocó considerables fisuras sociales.
En el Cono Sur, los procesos de democratización tuvieron lugar en el contexto de la
crisis de la deuda pública, y en esa difícil situación los gobiernos aplicaron políticas
neoliberales, de reforma del Estado, de reducción del déficit fiscal, de privatizaciones y
de exaltación del mercado, cuyas consecuencias sociales crearon condiciones
desfavorables para la estabilidad de esos países.
La experiencia histórica nos ha enseñado que la democracia no sólo se edifica sino que
hay que saber que se edifica; lo significativo en este proceso es reconocer el sentido de
esa construcción para mejorar sus formas, para hacerla más habitable. No obstante, esa
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construcción parecerá siempre inconclusa. La democracia nunca será un régimen
acabado, logrado. Se construye y reconstruye de manera permanente; prevalece así un
movimiento de reconstrucciones parciales. La democracia no puede ser más que una
realidad inacabada.
La reconstrucción de un régimen democrático es siempre una empresa colectiva, a la
que deben converger -y este no es un dato menor para los argentinos- tanto la amplia
mayoría de los ciudadanos como la totalidad de los partidos políticos. A partir de 1983,
pareciera que los ciudadanos y dirigentes argentinos se han puesto de acuerdo sobre el
sistema político bajo el cual desean vivir, sobre el modo de vida que han juzgado mejor.
La unión de estas convicciones es el más sólido escudo que pueden encontrar las
acciones de los actores antidemocráticos y es la mejor defensa de un proyecto de vida
público y colectivo.
La democracia que renace en 1983 no es ajena a las realidades y condiciones de su
pasado, es decir, de un pasado que le da origen y condiciona pero que, a su vez, puede
terminar siendo transformado por ella. Sin duda, la fragilidad de nuestro pasado
democrático repercute en la capacidad actual del sistema político para crear mejores
condiciones de estabilidad. Pasado, presente y futuro de un mismo proceso histórico,
abierto y en movimiento… Comprender las acciones contemporáneas es situarse en la
perspectiva de un presente activo en su relación al pasado y con la mirada expectante
hacia el futuro.
El derrumbe de la dictadura militar de 1976 permitió a la sociedad argentina ingresar
en un nuevo período democrático con un horizonte de esperanza que la movilizó tras la
prosecución de dos grandes objetivos: la renovación del sistema político y la
reorganización de la economía. El éxito del período de transición que comenzó en
1983, tanto en su faz política como en la económica, iba a depender en gran medida de
la interacción de ambos procesos. A partir de entonces una demanda de orden -político
y económico- se instaló con intensidad en una sociedad que deseaba organizar su
capacidad de convivencia, luego de tantos años de retroceso y frusturaciones.
En efecto, en el término de una década tuvo lugar la transición del autoritarismo a la
democracia y la transición de una economía dirigida a una economía de mercado,
aspectos fundamentales que abarca toda construcción institucional. Los cambios
políticos se iniciaron con la instalación de la democracia en 1983 y las reformas
económicas estructurales comenzaron en 1989. Raúl Alfonsín y Carlos Menem, con
estilos, conductas y resultados diferentes, fueron los protagonistas principales de la
reconstrucción de la democracia argentina. Entre la necesidad de consolidar las
instituciones políticas y la de afrontar las reformas económicas se fueron descubriendo
los desafíos de nuestra joven democracia.
El gobierno de Alfonsín
La reorganización de la vida política: entre el parlamento y la participación
El 30 de octubre de 1983 tuvieron lugar las “elecciones fundacionales” que abrieron
paso a una nueva etapa en la vida democrática, entre rumores de desestabilización, las
amenazas de los sectores golpistas y las disidencias en el frente militar. El resultado de
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los comicios confirmó la continuidad del sistema bipartidista radical-justicialista que
rigió la vida política argentina desde la segunda mitad del siglo XX, con la presencia de
dos fuerzas menores de escasa importancia: el partido intransigente y la Unión del
Centro Democrático (UCD). Los dos partidos mayoritarios lograron reunir el 92% de
los sufragios. Es decir, que los cambios políticos iniciados con la transición tuvieron
como actores principales a las tradicionales fuerzas políticas: el peronismo y el
radicalismo.
El triunfo electoral del radicalismo con la fórmula Raúl Alfonsín-Víctor Martínez, que
obtuvo casi el 52% de los votos, planteó la posibilidad de una vuelta de página en la
accidentada historia política argentina y el inicio de un nuevo liderazgo social. El nuevo
Presidente asumió el 10 de diciembre de 1983 y convocó a la población a una
concentración en la Plaza de Mayo. Inmediatamente, quedó a la vista el doble
significado del triunfo electoral: por un lado, se clausuró el régimen autoritario de 1976
y, por el otro, se quebró la hegemonía electoral de cuatro décadas del peronismo. De
esta manera, el gobierno de Raúl Alfonsín emergió ante los ojos de la mayoría como la
alternativa posible a un estado de retroceso y destrucción. El nuevo líder de los
argentinos supo sumar adhesiones, ya desde la campaña electoral, sobre la base de un
discurso ético-político que oponía democracia a dictadura y justicia a impunidad frente
a la violación de los derechos humanos. En la consideración de la mayoría, el
radicalismo aparecía como el partido más coherente y con mayor aptitud para hallar
soluciones a una de las crisis más aguda de la argentina contemporánea.
Con el advenimiento de la democracia la embrionaria esfera pública halla su
representación institucionalizada en el parlamento, de tal modo que ya no puede ser
exclusivamente identificada con los actores políticos de finales de la dictadura, ni con
sus respectivos discursos, ni con sus lugares de comunicación. Toda la sociedad se
incorpora ahora al régimen democrático mediante el sistema de representación política
establecido por el sufragio universal. En su nueva integración la esfera pública política
amplía tanto los temas como los lugares de discusión entre gobernantes y gobernados,
en la medida en que el gobierno democrático ofrece nichos de participación y está
obligado a la publicidad de sus actos. Sin embargo, conviene adelantar que este campo
de interacciones se verá en el mediano plazo debilitado tanto por el eclipse de la
discusión pública, como por un conjunto de problemas de índole político, militar y
económico-social.
¿Cuáles son los temas de discusión pública? y ¿cuáles son los lugares de
comunicación de la naciente democracia?
Durante los primeros años, el gobierno de Alfonsín se encontró, por un lado,
amenazado por el persistente pasado autoritario y, por otro, se vio animado por las
demandas de participación y por la imperiosa necesidad de consolidar la democracia.
De tal manera, al asegurar los derechos civiles y garantizar la libertad política a través
de las instituciones públicas, se abrió un período de lucha -que no será largo- por la
ampliación de la participación política. Una sucesión de acontecimientos y decisiones
gubernamentales, algunos de ellos con origen en el pasado y otros provenientes de la
propia transición, sacuden con diferente intensidad y modalidad las fibras de la
participación social y las demandas de consolidación de la democracia.
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En efecto, la participación mayoritaria de la ciudadanía junto a las decisiones del
primer gobierno democrático fueron factores determinantes del acontecer político de
una sociedad que retomaba cuidadosamente sus primeros pasos en la creación de un
nuevo orden: el juicio a las Juntas Militares; la labor de la CONADEP (Comisión
Nacional de Desaparición de Personas) que fue sin duda el espacio de la sociedad civil;
el tratado de paz con Chile sustentado por un plebiscito; la implementación de un
programa económico heterodoxo conocido como Plan Austral que suscitó
inmediatamente un amplio apoyo de la sociedad; el Congreso Pedagógico Nacional que
promovió un debate horizontal en el sistema educativo, con la participación de diversos
sectores, sobre la futura ley de educación; y la sociedad que se abroquela en las
instituciones de la democracia (con reuniones masivas en las plazas públicas de todo el
país en defensa de la democracia) ante la rebeldía militar de 1987 y 1988.
La política participativa permanece en lo fundamental, resumida entre 1984 y 1987,
en aquellas formas y espacios que, como vías de deliberación convencional y no
convencional, despertaron esperanzas, pero que, entre otras cosas, por falta de
continuidad y consistencia, resultaron finalmente insuficientes a la hora de querer
construir un modelo diferente de sociedad. Se podría convenir, entonces, en que la
democracia participativa comienza a declinar su fortaleza a partir de las elecciones de
septiembre de 1987 que causan una derrota electoral al partido gobernante, signo
elocuente de un imparable deterioro político, que va estrechando los márgenes de
acción del gobierno. La gravedad de la crisis, el poder de los centros financieros
internacionales, y el peso de una sociedad altamente corporativa, doblegan la voluntad
política del gobierno, mientras el sistema de partidos se resiente y los ciudadanos
pierden protagonismo y buscan desentenderse (en términos relativos) de la política.
Simultáneamente, las leyes de “obediencia debida” y “punto final”, impulsadas por las
presiones de los rebeldes militares, que comprometen la continuidad de los juicios
militares -limitando la acción de la justicia- corroe igualmente la credibilidad
presidencial, que ha vuelto con estas medidas sobre sus propios pasos.
Hasta el comienzo del Plan Austral en 1985, el gobierno radical no había llegado a
percibir íntegramente la gravedad de la crisis argentina ni los cambios de época que
impactaban fuertemente sobre ella. Cuando se propone plasmar, con un programa
heterodoxo, las reformas que permitirían acomodar el país a las nuevas condiciones del
capitalismo mundial, la oposición política y sindical peronista sale a combatir con
dureza, con trabas parlamentarias y con la acción directa, los éxitos iniciales y a frenar
en nombre de una perimida matriz de pensamiento las tácticas oficiales que buscaban un
rendimiento más adecuado del Estado y la economía. Los grandes empresarios, de
incontenibles influencias en las instituciones políticas, olvidan sus compromisos al ver
que la crisis económica iba devorando la administración radical y que el Estado
resultaba de más en más incapaz de manejarla. En general ese «paso al costado» no fue
interpretado como una reacción natural y defensiva del capital frente a una caída que
parecía inevitable sino como una reacción consciente y contundente destinada a
producir un «golpe económico» al final del mandato de Alfonsín.
La sociedad había cifrado sus esperanzas de cambio en el resultado de un doble
proceso de transición. En relación con la transición política, el gobierno de Alfonsín no
pudo subordinar completamente las Fuerzas Armadas a la democracia (un sector de
ellas, el denominado “carapintada”, se resistía y se indignaba frente a los requerimientos
de saneamiento dirigidos desde el poder civil), mientras sus instituciones fundamentales
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-partidos y parlamento- funcionaban con normalidad. La incertidumbre generada en el
campo militar hizo más difícil la transición económica, en un país que requería de
reformas estructurales para mejorar las condiciones de vida de la población. En este
último punto estaban también centradas las expectativas sociales. El fracaso del Plan
Austral, las dificultades para reformar el Estado, así como también la imposible
reestructuración económica, clausuran las posibilidades transformadoras del gobierno
radical y lo dejan prácticamente inhabilitado para continuar en el ejercicio del poder. El
corolario fue la crisis de gobernabilidad del primer gobierno constitucional sin que haya
entrado en crisis la legitimidad del sistema democrático.
Los lugares clásicos de la política, amplificados por la movilización de los
ciudadanos y la participación de algunos movimientos sociales en el primer tramo del
proceso de transición, fueron gradualmente erosionados por la impactante realidad de
una sociedad que no podía conocer por entero el sentido de su ubicación. El modelo de
espacio público participativo ha entrado en crisis. La disminución del entusiasmo
ciudadano le quita centralidad a la participación, mientras que la vida política se atenúa
y los espacios institucionales muestran sus límites. La autoridad presidencial, que había
conferido al país una determinada estabilidad y seguridad como garante personal de la
transición en el dificultoso recorrido hacia la consolidación de la democracia, se
abandona en una cierta inercia peligrosa. Hacia 1987, el Estado democrático ya no
puede continuar como antes ofreciendo un espacio público de participación.
Por un momento el ciudadano se sintió partícipe de los asuntos públicos: apoyó
abiertamente al sistema democrático, puso barrera a los alzamientos militares, participó
de la discusión pública (además del Congreso Pedagógico, del interés por el tema de los
derechos humanos y del apoyo la solución pacífica en el conflicto con Chile por el
Beagle, una vasto sector de la población se manifestó a favor de la ley de divorcio y de
la patria potestad compartida) y mostró disposición para movilizarse por aquellas
cuestiones relativas a la buena marcha de la vida en común. La política parecía no ser
una cosa de pocos y la vida pública resultaba aceptable y digna. Empero la vida privada
pronto se constituiría en el recinto donde los ciudadanos irían a refugiar su indiferencia
luego de los desencantos y de la pérdida de interés en los asuntos comunes. Un
individuo decepcionado abandonaba la posibilidad de convertirse en el sujeto de una
política participativa, que ya no estaba dispuesto a generar, al mismo tiempo que un
gobierno presionado por la crisis y en apuros ya había decidido dejarla de lado.
La insubordinación militar y los derechos humanos
El problema de la violación de los derechos humanos en el Cono Sur (Chile, Uruguay,
Brasil y Argentina) planteó en el espacio de las nuevas democracias una pregunta
decisiva sobre el legado del terror: la capacidad de estas democracias para juzgar a las
fuerzas armadas. El interrogante dejaba entrever las limitaciones institucionales del
sistema democrático para investigar y condenar a los responsables de los crímenes, ante
una probable regresión autoritaria. La cuestión quedó, entonces, encerrada en la
exasperante tensión entre justicia y política, entre las exigencias de reparación ética y el
realismo político. ¿Cómo juzgar a las Fuerzas Armadas sin poner en peligro la
estabilidad del orden democrático? En los países mencionados, la “razón militar” no
admite ni acepta discrepancias: reclama impunidad ante las consecuencias de la
aplicación de métodos ilegítimos de represión. Conviene aclarar, que la situación es
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también diferente en cada país por las condiciones que rodearon el proceso de transición
desde un orden autoritario a un orden democrático.
Es por eso que ningún país en América Latina, que atravesó por el horror de una
dictadura cruel, llegó tan lejos como la Argentina en la investigación y juicio a las
Fuerzas Armadas, aún cuando no se pudo mantener en pie la sentencia condenatoria de
los culpables. La comparación con los casos de Chile, Uruguay y Brasil muestra
nítidamente la diferencia entre las distintas soluciones adoptadas por los gobiernos
democráticos, las que sin duda responden a los cambios operados con el pasado según el
tipo de transición encarada: pactada o no pactada con el poder militar.
El juicio a las Juntas Militares realizado por el gobierno de Alfonsín constituyó una
transparente afirmación del sistema democrático, a la vez que representaba el primer
antecedente de este tipo en América Latina. La restablecida democracia argentina
juzgó -con sus instrumentos legales- a los responsables del quiebre institucional de 1976
y, por ende, a los responsables de la represión ilegal puesta en marcha con el régimen
militar. Simbólicamente se juzgó también a todos los golpes de Estado y al
autoritarismo militar que durante cincuenta años hegemonizó la política argentina. Pero
las dudas a disipar no eran pocas: ¿no había que esperar acaso una reacción violenta de
las fuerzas armadas o de un sector de ellas? Si tal situación se presentaba, ¿la
democracia estaría en condiciones de poder sostener una posición ética y defensora de
la sentencia condenatoria sin ser humillada? La política de Alfonsín formulada en
diciembre de 1983 se situaba inicialmente entre el legítimo reclamo de justicia y la
necesaria preservación del sistema democrático. ¿Cómo juzgar a toda una institución
que, además de disponer del monopolio de la fuerza, ha sido durante cincuenta años el
actor principal de la política argentina?
Uno de los primeros pasos de la estrategia gubernamental en el tema de los derechos
humanos fue la creación de la CONADEP por decreto presidencial del 15 de diciembre
de 1983, con la finalidad de recibir denuncias y pruebas para ser remitidas a la justicia.
El Informe de esa tarea titulado Nunca Más, entregado al Presidente de la Nación el 20
de septiembre de 1984, y la emisión del programa de televisión que mostraba las
investigaciones realizadas, causaron un profundo malestar en los medios castrenses. El
“descenso al infierno”, como Ernesto Sabato calificara a la dolorosa tarea emprendida
por la CONADEP, promovió el más grande acto de toma de conciencia de una
sensibilizada sociedad.
A fin de no inculpar a toda la institución militar por la represión antisubversiva, la
estrategia gubernamental reformó en febrero de 1984 el Código de Justicia Militar
estableciendo tres niveles de responsabilidad: los que planificaron y ejercieron la
supervisión; los que actuaron sin capacidad decisoria cumpliendo órdenes; los que
cometieron exceso en el cumplimiento de directivas superiores. Ahora bien, entre la
reforma de este Código y la primera rebelión de abril de 1987 rondó la incertidumbre en
el proceso de transición democrática, por la usina de rumores y la intoxicación de
noticias militares, por los relevos y las designaciones en los altos mandos, por el espíritu
de cuerpo que se formaba entre la oficialidad media que resistía a ser juzgada, por las
diferencias suscitadas entre la justicia civil y el gobierno democrático, y por el pleito
entre la justicia civil y la justicia militar. El hecho más remarcable fue el temible clima
golpista que rodeó la iniciación del juicio a los Comandantes. La noche del 21 de abril
de 1985 (la anterior a dicho comienzo), el presidente Alfonsín en un discurso dramático
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denunció abiertamente la conspiración golpista y convocó a los ciudadanos a defender
el sistema democrático. Alfonsín debió admitir que el proceso a los Comandantes
provocaba tensiones, pero aún así ese juicio, a su entender, “terminará con cincuenta
años de frustración democrática”.
A partir del juicio a los responsables de la represión se abrió una tensa relación entre
el gobierno radical y las Fuerzas Armadas que estalló con el alzamiento militar de
Semana Santa, en abril de 1987. La ley de punto final, sancionada en diciembre de
1986, salía al cruce de las presiones militares con la finalidad de evitar posibles
rebeliones. El sentido de esa ley era evitar tanto la proliferación de los juicios como
disipar el estado de sospecha que pesaba sobre la institución militar, para lo cual se
promovía la aceleración de las causas y la fijación de un término de prescripción de la
acción penal. Se prevía, pues, plazos exiguos de 30 y 60 días para denunciar hechos
nuevos y para procesar a quienes no lo hubieran sido. Cumplidos los mismos se
extinguía la acción penal. El dispositivo legal, que limitaba la acción de la justicia,
resultó sin embargo insuficiente para la voracidad de los “carapintadas”, el sector del
Ejército que se alzó en armas cuatro meses más tarde, en abril de 1987.
El levantamiento de Semana Santa, encabezado por el teniente coronel Aldo Rico, que
mantuvo en vilo al país durante cuatro días, terminó con una sospecha de negociación
entre el presidente Alfonsín y los amotinados realizada en Campo de Mayo. Horas más
tarde, desde los balcones de la Casa Rosada Raúl Alfonsín anunciaba ante una multitud
que la “casa está en orden”, frase célebre que en la percepción colectiva había sonado
más a una claudicación que a una entrega incondicional de los insurrectos. La decepción
de la ciudadanía era inevitable y el Estado democrático mostraba sus límites en la
resolución del tema de los derechos humanos.
En los primeros días de junio de 1987, dos meses después de la rebelión de Semana
Santa, se aprueba la ley que delimita la obediencia debida, en base a dos fuertes
considerandos. 1) Se presume de pleno derecho (sin admitir prueba en contrario) que los
oficiales jefes, oficiales subalternos, y suboficiales de las Fuerzas Armadas y de
seguridad, no son punibles por los delitos cometidos en la lucha contra el terrorismo por
haber obrado en virtud de obediencia debida. 2) La misma presunción se aplica a los
oficiales superiores que no hubieran revistado como comandantes en jefe, jefe de zona,
jefe de subzona o jefe de fuerzas de seguridad, salvo que en el plazo de 30 días de
promulgada la ley se resuelva judicialmente que tuvieron capacidad decisoria o que
participaron en la elaboración de las órdenes.
No obstante, las rebeliones continuaron en Monte Caseros, enero de 1988, en Villa
Martelli, diciembre de 1988 y, finalmente, en diciembre de 1990 bajo el gobierno de
Carlos Menem. Las demandas rebeldes actualizaban una pretensión no resuelta en el
campo político: la irresponsabilidad penal por lo actuado en la “guerra sucia”. La
solución demorada del radicalismo, con las leyes de punto final y de obediencia debida,
fue incapaz de impedir la continuidad del reclamo de impunidad del sector carapintada
del Ejército que exigía con las armas en la mano el reconocimiento de la sociedad por la
lucha contra la subversión. Las cuatro insurrecciones dejaban la sensación de un
conflicto no resuelto, y eran la evidente demostración de que las armas de un importante
sector de las fuerzas armadas no estaban al servicio del gobierno civil. Una parte activa
del viejo aparato del poder militar permanecía intacta. Los sediciosos de las tres
primeras sublevaciones no pudieron ser reprimidos por las fuerzas leales al gobierno de
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Alfonsín, porque la demanda de impunidad cohesionaba a la institución militar. En
cambio, la represión fue posible en el curso del cuarto episodio rebelde cuando el
conjunto de las fuerzas armadas tuvo la garantía del presidente Menem de indultar a los
responsables del orden autoritario de 1976.
Frente a los alzamientos bélicos y ante la resistencia militar a los juicios por violación
de los derechos humanos, la sociedad civil puso de manifiesto una lealtad generalizada
al sistema democrático, hasta entonces nunca practicada, en un país que permaneció
durante medio siglo regido por un sistema político que contó a las Fuerzas Armadas
como uno de sus protagonistas principales. Así, una parte activa de la sociedad se
movilizaba en defensa de la continuidad de los juicios y la aplicación de las condenas a
los responsables de la represión. Por eso, las leyes de punto final y obediencia debida
representaron en la mirada de la mayoría el triunfo del realismo político sobre las
demandas éticas y de justicia de la sociedad. La verdad de la justicia no coincidió con la
verdad de la política. Las denominadas “leyes de perdón” fueron conquistadas por la
presión de la espada. La democracia había perdido una batalla librada desde el campo
de la justicia, que sin duda causó un impacto negativo en la conciencia y en el ánimo de
los ciudadanos que habían depositado su confianza en el Estado democrático, que ahora
comenzaba a dejar a un lado la responsabilidad de asegurar el castigo debido por los
actos criminales.
Las dificultades de la modernización democrática
El triunfo de Alfonsín puso en la escena política la incapacidad de algunos sectores
para comprender la evolución y las aspiraciones de la sociedad en la última época. No
se terminaba de entender que esta sociedad -muy golpeada por la represión política y
social de la dictadura- no toleraba, ya más, prácticas y modelos autoritarios de
convivencia social. Ese fue, sin duda, el significado principal de la participación social
en el proceso electoral del 30 de octubre. No fue sólo un voto antidictatorial sino
también un reclamo democrático de transformación social y cultural. Se buscaba una
salida integral a un estado de retroceso y deterioro del país, que diera lugar a una nueva
etapa de progreso social y modernización de la Argentina, fuera del marco del Estado
militar o de cualquier otra forma autoritaria de gobierno. La sociedad civil buscó, en
esencia, recomponer un espacio democrático y reconquistar el respeto a sí misma, luego
de varios años de tiranía militar.
Precisamente, el gobierno de Alfonsín diseñó una propuesta de modernización
democrática que puso en el horizonte social una esperanza y una alternativa a la
pequeñez y el atraso del gobierno militar. Ensayó en un primer momento un programa
democrático renovador que atacó varios frentes a la vez, por lo que encontró
rápidamente resistencia en los principales poderes corporativos: los militares, la iglesia,
los sindicatos. La modernización democrática reclamaba cambios culturales,
institucionales y políticos y requería de un amplio sustento social. La tarea no era fácil
ni menor. Aunque contaba con el apoyo de la sociedad civil no había logrado en las
elecciones la mayoría en el Senado; tampoco el peronismo político y sindical estaba
dispuesto a acompañar un proceso de reforma sobre el cual no tenía la iniciativa y ni el
control.
El gobierno radical avanzó con prontitud en determinadas áreas y con diferentes temas
que generaban conflicto. Como vimos, el 13 de diciembre puso en marcha por decreto
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presidencial el juicio a los integrantes de las tres primeras Juntas Militares y dos días
más tarde creó la CONADEP. En el terreno social implementó, a través de una ley, un
programa alimentario nacional destinado a los sectores más postergados de la sociedad.
Otra iniciativa ya mencionada fue la convocatoria al Congreso Pedagógico encargado
de crear un estado de opinión y de elaborar propuestas para una nueva ley nacional de
educación. Este congreso encontraba un significativo antecedente en aquel otro
celebrado en 1882 con la presidencia del general Roca, que dio lugar a una propuesta
educativa de avanzada que se plasmó en la ley 1420, con sus principios de enseñanza
pública, gratuita y obligatoria. Lo que estaba en juego en la propuesta del gobierno
radical no era sólo la discusión de una ley de educación sino el sistema educativo y
cultural que modelaría las futuras generaciones de los argentinos. Por eso, el tema abrió
la posibilidad de participación a la sociedad y movilizó a la Iglesia Católica a una
actuación enérgica por la defensa de sus intereses en la enseñanza privada y contra el
discurso demasiado laico que flotaba en el ambiente. Los resultados del Congreso no
fueron tal vez los esperados, la Iglesia a través de sus delegados consiguió una
participación central en la elaboración de los documentos finales.
Una de las propuestas más interesantes del proyecto renovador del radicalismo fue la
democratización sindical. Se apuntaba, fundamentalmente, a la libertad sindical y a la
inclusión de las minorías en los órganos de conducción, al control de las elecciones por
el Estado y a la limitación de la reelección de los dirigentes. El proyecto de ley del
Ministro de Trabajo Antonio Mucci golpeó en el corazón del poder gremial, por lo que
encontró cerradas resistencias. El proyecto fue aprobado en la cámara de diputados y
rechazado por un voto en el senado, el de Elías Sapag, el 15 de marzo de 1984. Esta fue
la primera derrota importante del radicalismo y se frustró la posibilidad de hacer
ingresar al sindicalismo en el proceso de democratización abierto en 1983. En abril de
ese año el ministro Mucci fue reemplazado por Juan Manuel Casella que llevó adelante
una política conciliadora con los sindicatos. No obstante, los enfrentamientos y las
tensiones con el gobierno de Alfonsín no cesarán. La CGT, unificada por Saúl Ubaldini
en enero de 1984, organizó trece paros nacionales. Finalmente, se sanciona la ley 23071
de reordenamiento sindical que impedía el control gubernamental de las elecciones y la
representación de las minorías en los órganos de conducción. La imposible
democratización sindical había llegado a su fin.
El proyecto inicial de Alfonsín preveía también el impulso en la agenda pública de un
acuerdo con los partidos políticos y un acuerdo con los sectores económicos y
sindicales. En primer lugar, el Acta de Coincidencias Políticas fue firmada con las
principales fuerzas de la oposición en el mes de junio de 1984. Sobre la base de un
núcleo de coincidencias mínimas se buscaba fortalecer el sistema político-institucional
para crear mejores condiciones en la dura tarea de la reconstrucción económica. Detrás
de esta propuesta aparecían las temores que generaban los eventuales problemas de
gobernabilidad. Rápidamente se vio la inviabilidad de este acuerdo. Su fracaso se debió
principalmente a la debilidad y a la crisis interna del partido justicialista, que no había
superado aún su derrota electoral, y el creciente poder del sector gremial en la esfera
partidaria y política, que no estaba muy dispuesto a los acuerdos. En segundo lugar, la
vía de la “concertación” con los sectores empresariales y sindicales fue la otra estrategia
diseñada por Alfonsín, que comenzó a desarrollarse en el mes de agosto de 1984, pero
que cobro mayor impulso luego del fracaso del Acta de Coincidencias. En la
perspectiva del gobierno se vislumbraba un acuerdo semejante al Pacto de la Moncloa
firmado durante la transición española. Sin embargo, en la Argentina las cosas serían a
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este nivel muy diferentes. Por sus diferencias con el gobierno, la CGT realizó un paro
nacional en el mes de septiembre de 1984 y suspendió (durante una semana) su
participación en la concertación en enero de 1985. El poder sindical amplió sus alianzas
con la Iglesia y sectores empresariales para profundizar su política de confrontación con
el gobierno nacional. Entre la crisis económica y la creciente inflación fue
languideciendo la propuesta de concertación que ya no interesaba a las entidades
empresarias ni a las sindicales. Ante el fracaso de la concertación, el presidente
Alfonsín cambiará de estrategia.
Sin duda, 1985 es el momento de inflexión de la política radical. Tal vez se podría
afirmar que es la marca del surgimiento del “alfonsinismo”, es decir, de la producción
de un discurso renovador con propuestas de modernización social que se alejaba de las
concepciones tradicionales del partido centenario. Más allá de sus resultados finales,
tres hechos principales distinguen a este nuevo período que se clausura en 1987: el Plan
Austral, el Consejo para la Consolidación de la Democracia y el discurso de Parque
Norte.
El punto nodal de la crisis que vivía la Argentina en los comienzos de la transición se
encontraba en la gravedad de la crisis económica y en el problema de la deuda externa.
La respuesta antiinflacionaria de carácter gradualista aplicada por el Ministro de
Economía Bernardo Grinspun había resultado un rotundo fracaso. En febrero de 1985,
Grinspun fue reemplazado por Juan Sourrouille, quien puso en marcha un plan
económico heterodoxo, elaborado bajo la más absoluta reserva sin conocimiento incluso
del partido radical, denominado Plan Austral, que entre otras medidas modifica el signo
monetario. Dado a conocer a mediados de junio, el plan fue muy bien recibido por el
conjunto de la población. Los éxitos iniciales, al controlar la inflación, contribuyeron a
que el radicalismo ganara las elecciones legislativas de noviembre de 1985, a pesar de
que perdiera 14 puntos desde las elecciones de 1983.
La reconstrucción de la democracia en una sociedad conflictiva como la nuestra
requería, mucho más que en los países que disfrutan de un orden político estable, de un
compromiso cívico tendiente a crear las condiciones para la estabilidad. Pero estas
condiciones no pueden ser forjadas solamente en los acuerdos políticos explícitos, sino
que también ellas deberían formarse en el espacio que se consiente a una mayor
participación social. Desde este punto de vista no se ubicó en la buena dirección el
discurso presidencial pronunciado en la Plaza de Mayo a fines de abril de 1985, cuando
se convocó oficialmente a la sociedad a la defensa de la democracia por las amenazas
golpistas. Alfonsín dejó pasar la oportunidad -lo que marcaba un cambio de etapa- de
crear un eje político de unificación nacional, en los hechos, alrededor de la defensa de la
democracia, por encima del apoyo a su gobierno. Por el contrario, anunció ante una
multitud integrada por radicales, sectores del peronismo, intransigentes, socialistas e
independientes, el inicio de una “economía de guerra”. Esta definición de austeridad que
apuntaba a controlar los gastos y frenar la inflación pareció clausurar las posibilidades
de acuerdo social para encarar reformas profundas. Luego vendrá la declaración del
estado de sitio en octubre del mismo año por 60 días ante la denuncia de campañas
desestabilizantes, y más tarde el ascenso de dos oficiales detenidos y acusados, bajo esa
medida excepcional, de complotar contra el gobierno y la democracia, lo que fue un
nuevo motivo de decepción entre sectores del progresismo.
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El Consejo para la Consolidación de la Democracia fue creado por decreto presidencial
del 24 de diciembre de 1985, coordinado por el filósofo del derecho Carlos Nino e
integrado por juristas, políticos y personalidades de actuación en la vida nacional, con la
misión de elaborar un proyecto transformador fundado en la ética de la solidaridad y en
la democracia participativa. El gobierno radical promovía la elaboración de un proyecto
de reforma constitucional de carácter semipresidencial que iría a reemplazar al clásico
régimen presidencialista argentino. Los estudios preliminares, finalmente, no
concluyeron en acuerdos legislativos por la escasa aceptación que tuvo la iniciativa
entre ciertos sectores del radicalismo y del peronismo.
Otro momento sobresaliente de este período fue el acercamiento de intelectuales
laicos y progresistas al Estado, en fuerte contraste con el momento de mayor
desconfianza que hubo hacia ellos impulsado por el régimen militar de 1976. Raúl
Alfonsín convocó a un grupo de intelectuales, independientes y afiliados al partido
radical, a participar en la elaboración de los textos presidenciales que iban a fijar los
grandes temas de la agenda política. La convocatoria, que no exigía entonces la
afiliación partidaria, modificó el vínculo entre intelectuales y poder político. La
producción más significativa de ese núcleo de hombres de ideas, conocido como
“Grupo Esmeralda”, fue el Discurso de Parque Norte que Alfonsín leyó en el mes de
diciembre de 1985 ante el plenario de delegados al Comité Nacional de su partido. Los
grandes temas propuestos por el Presidente, la “democracia participativa”, la
“modernización”, y la “ética de la solidaridad”, marcaron un cambio de rumbo en el
discurso presidencial, a la vez que proponía una convocatoria a los actores de la
transición, por encima de los intereses del partido oficial.
La hiperinflación y el retiro anticipado del gobierno
El éxito inicial del plan Austral le permitió al gobierno radical mantener la iniciativa
política hasta 1987. A partir de entonces, debilitado por el deterioro de la economía y
por el reducido apoyo social, ingresó en un proceso de negociación con los poderes
corporativos, económicos y sindicales, sin encontrar una alternativa viable a la gravedad
de la crisis económica. Atrás quedaban los impulsos de un proyecto modernizador que
había sido superado por la voracidad de la crisis y por la falta de apoyo. El gobierno de
Alfonsín ingresó en 1987 en un proceso progresivo de rigidez, del que no podrá salir,
hasta llegar al descontrol provocado por situaciones hiperinflacionarias y anomicas, que
lo obligan a adelantar el traspaso del poder en 1989.
Las medidas de estabilización heterodoxas del plan Austral resultaron insuficientes
para resolver problemas estructurales. En febrero de 1986, el ministro Sourrouille
anunció la segunda etapa del plan Austral en la que proponía un paquete de medidas de
carácter ortodoxo que estaba dirigido a la reforma del Estado y a la reducción del déficit
fiscal, al mismo tiempo que se apuntaba a la reconversión industrial y al aumento de las
exportaciones. A pesar de los esfuerzos gubernamentales, la inflación siguió creciendo
junto con el malestar de los ciudadanos. En esta nueva etapa, Alfonsín materializó
sendos acuerdos con un sector del poder económico, los denominados Capitanes de la
Industria, y con un sector del poder sindical, el Grupo de los 15. En efecto, a poco de
andar el plan Austral mostró sus límites y evidenció la necesidad de su reformulación,
lo que animó al gobierno radical a producir un giro en el marco de sus alianzas. La
nueva estrategia económica requería de otro tipo de acuerdos. Dicha reformulación,
conocida en el mes de febrero de 1987, tuvo el propósito de liberalizar la economía y
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promover las exportaciones, medidas que venían reclamando los Capitanes de la
Industria (entre otros, Gregorio Pérez Companc, Carlos Bulgheroni, Eduardo
Oxenford).
El nuevo marco de alianzas que definió el presidente Alfonsín arrastró también al
partido radical. Los hombres de la Junta Coordinadora Nacional (la “Coordinadora”),
encabezados por Enrique Nosiglia, fueron desplazando en algunos lugares claves a los
sectores históricos del radicalismo, incluso a los provenientes del propio movimiento de
Alfonsín, el Movimiento de Renovación y Cambio, para actuar como sostén de la nueva
época. El acercamiento al Grupo de los 15 (opositor al secretario de la CGT, Saúl
Ubaldini) fue promovido por los propios dirigentes de la Coordinadora. Así, a fines de
marzo de 1987 fue designado ministro de trabajo Carlos Alderete, dirigente del gremio
de Luz y Fuerza, integrante del mencionado grupo. Atrás había quedado la propuesta de
democratización del sindicalismo y las intenciones de frenar el poder de las
corporaciones. Como era de esperar, y más allá de algunas diferencias, la CGT de
Ubaldini y las 62 Organizaciones dirigida por Lorenzo Miguel elogiaron la acción del
nuevo ministro de trabajo, poniendo de manifiesto la lógica corporativa de los gremios.
De todas maneras, esto no impidió que Saúl Ubaldini estrechara sus alianzas con
Antonio Cafiero, líder del movimiento renovador en el peronismo y candidato a
gobernador de la provincia de Buenos Aires en las elecciones de septiembre de 1987. A
estas alturas, el peronismo político parecía haber superado los efectos de la derrota
electoral de 1983, se reorganizaba como oposición desde la dirección renovadora de
Cafiero, recuperaba protagonismo en el interior de su propio partido, y se mostraba
como una alternativa de poder.
El año 1987 fue muy difícil para el presidente Alfonsín, y en buena medida trazó una
frontera en su período de gobierno, al indicar un antes y un después en términos de
gestión. Debió enfrentar los sucesos de Semana Santa, el fracaso de la alianza con el
Grupo de los 15, el malestar de los grupos económicos, el descontrol de la inflación, la
derrota electoral de septiembre, las resistencias en el interior de su partido y la pérdida
de legitimidad de apoyo. En este universo complejo, las elecciones del mes septiembre
tuvieron un doble significado. Por un lado, la derrota electoral. El peronismo recuperó
su caudal electoral histórico, obtuvo el 41,48% de los votos, el control de 17 provincias
y logró la mayoría en la cámara de diputados. El radicalismo sólo triunfó en la Capital
Federal, Córdoba y Río Negro. El resto de las gobernaciones quedó en manos de
partidos provinciales. Por el otro, la ruptura del marco de alianzas entablado con un
sector del sindicalismo y de los empresarios. Alderete renunció al ministerio de trabajo
y fue reemplazado por Ideler Tonelli. En el ministerio del interior fue designado
Enrique Nosiglia y en el ministerio de obras y servicios públicos Rodolfo Terragno. La
gravedad de la crisis se revelaba igualmente en la pérdida de liderazgo social de
Alfonsín.
Inmediatamente vinieron las reformas al plan económico luego de las críticas de la
oposición y de dirigentes del partido radical, y la búsqueda de un pacto de
gobernabilidad con los partidos políticos. La pérdida de legitimidad del gobierno le
restaba fuerza y posibilidades para ordenar una situación que se agravaba
progresivamente. En agosto de 1988 el presidente Alfonsín puso en marcha el
denominado plan Primavera que pretendía impulsar las todavía pendientes reformas
estructurales. En el contexto de la crisis mundial, los gobiernos de los países
desarrollados y los organismos multilaterales de crédito recomendaban políticas
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públicas semejantes: medidas de ajuste, control fiscal, promoción de las inversiones
extranjeras, la definición de un perfil productivo sobre la base de la especialización y la
búsqueda incesante de integración regional. Los organismos financieros internacionales
también diseñaron un modelo de gestión pública. El Banco Mundial, en su Informe de
1988, recomendaba, como una vía de solución para las economías altamente
endeudadas de los países del Tercer Mundo, el cobro de los servicios de salud y
educación universitaria que prestaba el sector público, así como también el desarrollo de
una línea de privatizaciones de las empresas estatales para mejorar la eficiencia de las
mismas y reducir la absorción de recursos fiscales. El debate ya se había instalado en la
Argentina, y uno de sus ejes principales era la dicotomía privatización/estatización. Por
eso, Rodolfo Terrgano se convirtió en el ministro más polémico de la administración de
Alfonsín con su moderada política de privatizaciones, mientras los trabajadores estatales
se preparaban para luchar contra la “ola privatista” que había irrumpido en el escenario
argentino.
El año 1989 tuvo un mal comienzo para el gobierno radical. A fines del mes de enero
el país se vio sacudido por la acción terrorista del grupo denominado “Movimiento
Todos por la Patria” que atacó un cuartel militar en La Tablada, en Buenos Aires, que
dejó un saldo de 28 muertos entre sus integrantes. En el mes de febrero un colapso
económico puso fin al plan Primavera y a los intentos de privatización, derivando en la
crisis final del gobierno de Alfonsín. Lo que siguió después fue el descontrol financiero
y monetario. El 30 de marzo de 1989 el candidato presidencial de la unión cívica
radical, Eduardo Angeloz, exigió la renuncia del ministro Sourrouille con la intención
de separarse del fracaso de la política económica del gobierno. Juan Carlos Pugliese le
sucedió en el cargo, quien fue reemplazado al poco tiempo por Jesús Rodríguez. Las
elecciones presidenciales tuvieron lugar el 14 de mayo en medio de un clima de alta
inflación, y el vencedor fue el candidato justicialista, Carlos Menem. La crisis
económica encontró finalmente su más alta expresión en el colapso hiperinflacionario
de fines de mayo: especulación financiera, corridas bancarias, estallidos sociales. Ante
el descontrol de la economía y frente a la crisis de confianza en la moneda nacional, el
dólar terminó gobernando la sociedad. Sin autoridad política capaz de controlar el
desorden, el presidente Alfonsín renunció a su cargo el 8 de julio de 1989, seis meses
antes de que venciera el mandato constitucional.
Con todo, el legado principal del gobierno de Alfonsín será el respeto a la ley y a las
instituciones que transfirieron pacíficamente el poder. A la vez, una decisión que dejó
una impronta en su gobierno fue el histórico juicio a las Juntas Militares. En ese
período, atravesado por sublevaciones militares y situaciones hiperinflacionarias, los
ciudadanos y dirigentes demostraron su apego a los valores de la vida democrática. Pero
en el transcurso de su mandato, Alfonsín dejó sin resolver dos temas centrales para la
estabilidad de la democracia: la subordinación total de las fuerzas armadas al poder
civil, por lo cual quedó inconclusa la transición política, y las reformas estructurales de
la economía. De esas tareas se encargará su sucesor en fiel sintonía con el clima de
época.
El gobierno de Menem
La adecuación a los cambios de época
Carlos Menem triunfó en las elecciones del 14 de mayo de 1989 con el 47,3% de los
votos frente a su rival del radicalismo Eduardo Angeloz que obtuvo el 32,4%. Mientras
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el candidato radical hizo gala en su campaña de la racionalidad económica, el candidato
justicialista enarboló banderas de corte populista, que inmediatamente dejó a un lado,
para aplicar desde el primer día de la función pública un programa de signo opuesto. No
hubo aquí ningún intento por sostener el discurso de campaña, sino una adecuación al
proceso de globalización. La Argentina conoció así una situación inédita. Fue el
liberalismo económico el que proporcionó a un gobierno peronista el contenido de las
políticas públicas orientadas a la resolución de la crisis, con la firme decisión de
adaptarse a los cambios de época.
El replanteo de un nuevo país no obedeció tanto a la inspiración de un preclaro grupo
de hombres políticos como a la vulnerabilidad de una sociedad que recibió el impacto
de un peculiar contexto internacional, que fue al mismo tiempo fuente de motivación y
condicionamiento. Se trató, más bien, de una adaptación a las nuevas exigencias del
mercado internacional para crear condiciones de desarrollo en un sistema integrado de
producción transnacional. El fin de la guerra fría había acentuado la tendencia a la
globalización de la economía y ante un nuevo orden internacional -cada vez más
exigente de estructuras competitivas a nivel de países y de empresas- el crecimiento
dependería, según el discurso neoliberal, de la capacidad que tuviera la Argentina para
participar en un sistema de acumulación incontestablemente mundial.
El establishment argentino encontró en el gobierno de Carlos Menem una opción
pragmática frente a la gravedad de la crisis. En tres horizontes simultáneos se
proyectaron los objetivos del programa neoliberal que instaló una economía de
mercado: la liberalización de la economía (apertura comercial y libre circulación de
capital), la reforma del Estado (privatizaciones de las empresas públicas), y la
desregulación de los mercados (mínima intervención económica del Estado). El
diagnóstico neoliberal dominante en el mundo desde el comienzo de años ochenta,
representado por el gobierno de Margaret Thatcher en Inglaterra y la administración del
presidente Reagan en Estados Unidos, adquirió diferentes manifestaciones nacionales.
Sin embargo, con mayor o menor énfasis en las argumentaciones, con diferencias
prácticas y conceptuales, existió un común denominador en la caracterización de la
resolución de una crisis juzgada como universal: la apertura económica, las
privatizaciones, las desregulaciones y el equilibrio fiscal.
Una sociedad perpleja observaba el impulso dado por el peronismo -de la mano de
un ejecutivo de la empresa Bunge y Born (Néstor Rapanelli, designado ministro de
economía) y de la alianza con el partido Unión del Centro Democrático, liderado por
Alvaro Alsogaray- a un proyecto de transformación del Estado intervencionista. El
mismo partido que en la década del cuarenta había contribuido, enarbolando la bandera
de la soberanía nacional, a renovar el Estado (convirtiéndolo en empresario, ampliando
sus funciones y competencias) comenzaba en julio de 1989 a desmantelarlo. El rumbo
elegido estaba señalado por las privatizaciones y las desregulaciones. Paradójicamente,
el presidente Menem, acompañado por el símbolo del antiperonismo (Bunge y Born y la
familia Alsogaray) lideró una nueva convergencia política con el apoyo de los grandes
empresarios, la opinión de los economistas liberales, los partidos conservadores, el
sector mayoritario del sindicalismo, la iglesia tradicional y los medios de comunicación
más importantes. El síntoma de los nuevos tiempos, reflejado en la desconfianza del
Estado y en el avance de las reglas del mercado, penetraba masivamente en el equipo
gobernante y dejaba inevitablemente sus huellas. Un proceso irreversible había tenido
comienzo en el país.
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En un principio, el cambio de signo del partido gobernante hizo creer a analistas y
observadores en la apertura de un proceso de defraudación política en el interior del
peronismo. El cambio brusco de las convicciones presidenciales no encontraba
justificación en una franja importante de ciudadanos que abrió sus esperanzas en la
reactivación del mercado interno, en el Estado distribucionista y en las promesas
electorales de la “revolución productiva”. Antes que en la sociedad, el desconcierto y el
fastidio se instaló en un amplio sector del justicialismo. Es cierto, el programa electoral
no fue tenido en cuenta, pero además el gobierno nacional ganó elecciones y recogió el
apoyo de una amplia mayoría de divergentes estratos sociales, a pesar del ajuste
estructural que aplicará poco después. Se conquistaron más votos por la efectiva
garantía de la estabilidad monetaria y el equilibrio macroeconómico que por la promesa
de la ampliación del gasto público social.
El presidente Menem construyó un nuevo consenso social en torno a las reformas
estructurales y a la salida de la crisis. El apoyo inicial provino de algunos sectores de su
partido y de la derecha conservadora, así como también de los factores reales de poder.
De manera progresiva fue creciendo la disposición de la sociedad a confiar en las
respuestas del nuevo gobierno. Sin embargo, un sector del justicialismo ofreció
resistencia a las anunciadas medidas de ajuste, en cambio el radicalismo, que reunía la
mayoría en la cámara legislativa hasta el 10 de diciembre de 1989, no obstaculizó la
aprobación de las leyes de emergencia. Con los cambios económicos en cierne,
comenzaba la segunda fase del proceso de transición, aunque aún se debía completar la
transición política.
La culminación de la transición política
Como se dijo, las tareas inconclusas fueron encaradas por el presidente Menem, en la
segunda fase del proceso de transición. La subordinación del poder militar al civil era
una condición necesaria para completar el proceso de transición política. Así, el
problema político fue resuelto rápidamente mediante un doble juego de indultos. En
primer lugar, los que se conocieron el 7 de octubre de 1989 (que benefició a militares
comprometidos en la violación de derechos humanos, en las rebeliones durante el
gobierno radical, en la guerra de Malvinas, y a guerrilleros) y, en segundo lugar, los
que se anunciaron el 29 de diciembre de 1990 (que liberaron a los Comandantes y a
otros militares). De esta manera, se cerró el ciclo de las sublevaciones militares y se
clausuró la posibilidad de proseguir con los juicios y de mantener en firme las
sentencias condenatorias de los responsables de la violación de los derechos humanos.
De aquí en más sobreviene la tranquilidad en el campo militar. En consecuencia, antes
de resolver la transición económica, Carlos Menem completa la transición política.
En cambio, el problema económico demandó un severo proceso de ajuste estructural y
de restructuración del Estado, medidas que se prolongaron en el tiempo. Aunque la
cuestión económica fue resuelta con éxito desde el punto de vista de la estabilidad
monetaria, surgieron, como se verá más adelante, otros problemas derivados de la
política económica neoliberal y de un estilo político poco respetuoso de la división de
poderes y de la ética pública.
Antes de asumir las tareas de gobierno, Carlos Menem consideró indispensable la
culminación del proceso de transición política, como paso previo para la consolidación
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de la democracia. En este sentido, definió una clara estrategia conducente a la meta
deseada, en la medida que no se podía pensar en consolidar la democracia si no se
completaba el proceso de transición. Se imponía, sin duda, una reformulación de las
relaciones entre el poder civil y el militar. La completud o incompletud de la transición
política dependía tanto de la instalación de las instituciones democráticas básicas
(elecciones competitivas, libres y limpias) como del control civil sobre los militares. Sin
esas dos condiciones mínimas no se puede hablar de una transición democrática
completa.
Para poder explicar la estrategia política del presidente Menem en esa materia, es
conveniente recordar brevemente la denominada “cuestión militar”, la compleja relación
entre el poder civil y las Fuerzas Armadas, derivada del primer tramo de la transición
democrática. La cuestión militar presentaba dos frentes de conflicto. En primer lugar,
los juicios y condenas por las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la
dictadura de 1976 y, en segundo lugar, las insurrecciones de un sector del Ejército
producidas durante el período democrático que transcurre entre 1987 y 1988. El
problema militar ahora es doble: mientras se discute los alcances de la sanción a los
responsables por la violación a los derechos humanos, se debate igualmente acerca de la
responsabilidad de los participantes en las rebeliones carapintadas. Por un lado, los
juicios por el accionar represivo y, por el otro, la responsabilidad por la ruptura de la
cadena de mandos en el Ejército. En el primer supuesto, las Fuerzas Armadas en su
conjunto se veían involucradas y afectadas por el resultado de los juicios. La demanda
de impunidad permanecerá como un factor aglutinante y cohesionador de la institución
militar por encima de los clivajes internos. Hay aquí una lealtad corporativa que se
enhebra en torno a esa demanda. En el segundo supuesto, aunque los insurrectos
reivindicaban el accionar represivo de la dictadura y reclamaban una sentencia de
impunidad por lo actuado frente a la subversión, es el Estado Mayor del Ejército el que
se veía principalmente afectado por la ruptura de la cadena de mandos. No obstante, las
sublevaciones inquietaban igualmente al resto del cuerpo militar, por lo que ellas
representaban en una institución absolutamente vertical y extremadamente jerárquica,
donde las órdenes no se discuten, sólo se acatan. El futuro del Ejército fue puesto en
peligro por el accionar rebelde de los carapintadas, accionar que abre un campo de
conflicto en el interior de la institución y genera un enfrentamiento con el Estado Mayor
del Ejército.
Con la frustrado rebelión militar del 3 de diciembre de 1990 se cerró definitivamente
el ciclo de las sublevaciones carapintadas iniciado en 1987 por un sector disidente del
Ejército. El conjunto de las Fuerzas Armadas, no enrolado en el episodio rebelde, no
vaciló esta vez en reprimir drásticamente. Sobresalen aquí algunas diferencias con
respecto a las anteriores insurrecciones. Se trató, en primer lugar, de un verdadero
intento de golpe de Estado: los rebeldes contaban con un “estatuto constitucional” de
461 artículos que incluía el organigrama del gobierno, disponían de un programa
económico y contaban con un reducido apoyo civil. En segundo lugar, los sediciosos
pudieron ser reprimidos por las fuerzas leales al gobierno, cuando se tenía la certeza del
indulto presidencial, lo que marca una importante diferencia con relación a las tres
insurrecciones que sufrió el gobierno radical.
Cuando aún sonaban los ecos de este alzamiento fueron liberados los ex militares
Jorge Videla, Emilio Massera, Roberto Viola, Ramón Camps, Guillermo Suarez Mason
y otros condenados y procesados por crímenes de lesa humanidad durante la última
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dictadura, junto al ex líder montonero Mario Firmenich, mediante el indulto
presidencial del 29 de diciembre de 1990.
Sin duda, la decisión del gobierno nacional de indultar a los responsables del régimen
militar de 1976 no puede borrar de la historia ni de la memoria de los argentinos los
acontecimientos que los tuvieron como protagonistas. No obstante, se corre el riesgo de
que los ciudadanos pierdan confianza en los dos pilares básicos del Estado de derecho:
la justicia y la ley. Tampoco fue tenida en cuenta por este acto de realismo político la
opinión contraria de la población al perdón presidencial, que levantó su voz en las
concentraciones masivas que tuvieron lugar en todo el país, con el fin de condenar la
arbitrariedad de una medida que lesionaba la dignidad humana. Mientras tanto, y como
una burla al decoro de la sociedad, el ex presidente de facto Videla exigía en un
documento, al día siguiente de ser indultado, el “pleno desagravio institucional” para
las Fuerzas Armadas. Dos años más tarde, el presidente Menem reivindicaba
“integralmente” la lucha de las Fuerzas Armadas contra la subversión.
Con la política de los indultos, al final de cuatro insurrecciones, quedó definitivamente
resuelta la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil. El grave problema de
los derechos humanos, así como también la insubordinación al poder civil de un sector
del Ejército, estuvo encerrada en la exasperante tensión entre la justicia y la política.
Desde la acción del realismo político del gobierno de Menem la estrategia de los
indultos iba a clausurar la era de la insubordinación de los militares al poder civil.
Desde este punto de vista, los indultos no fueron vistos como una traición ética sino
como un recurso ineludible para completar la transición política.
En una señal del posible cambio histórico de la relación de las Fuerzas Armadas con la
sociedad, se conoció en el mes de abril de 1995 la autocrítica del general Martín Balza.
A la autocrítica del ejército, del 25 de abril, le siguió el mensaje de la armada y el de la
fuerza aérea. Sin duda, la que asume el general Balza es la que rompe con un silencio
hermético de años de protección de los crímenes. La palabra del jefe del ejército que
puso el acento en el reconocimiento de las atrocidades cometidas produce un giro en el
tratamiento del tema de los derechos humanos al romper con las posiciones
tradicionales de las Fuerzas Armadas fijadas en sus documentos y discursos. Decía
Balza: 1) el ejército no enfrenta “desde la ley plena” al terrorismo; 2) la tortura y el
asesinato fueron métodos ilegítimos de represión utilizados; 3) fue un error la toma del
poder en 1976. Asimismo, toma distancia del principio de obediencia debida, base de la
ley sancionada durante la democracia: “nadie está obligado a cumplir una orden inmoral
o que se aparte de las leyes y reglamentos militares”.
La emergencia y los poderes excepcionales
Carlos Menem asumió el gobierno en medio de una alocada carrera de precios, que
creaba condiciones totalmente difíciles para el comienzo de cualquier gobernante. Esa
escalada era representativa de la especial situación en la que se vivía con las incesantes
remarcaciones de precios. Un fastidio generalizado, por la continuidad de las altas tasas
de inflación y la incertidumbre que ésta generaba en el valor de las mercancías, se
exteriorizaba en la sociedad. El descontrol de la economía y la hiperinflación habían
borrado toda referencia del valor real de la moneda y habían recortado sensiblemente el
rol de la autoridad política, por lo que la estabilidad de la economía pasó a ser un
objetivo fuertemente deseado en el camino de la resolución de la crisis.
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En buena medida, el colapso hiperinflacionario de 1989 resumió décadas de alta
inflación y situaciones de devaluación permanente vividas por la economía argentina.
La devaluación y la hiperinflación expresan la pérdida de confianza en la moneda. El
descontrol monetario, el colapso fiscal y los estallidos sociales estuvieron en la base de
la declaración de la situación de emergencia. En ese contexto, el presidente Menem no
tenía más alternativa que recuperar la credibilidad de la autoridad pública para hacer
frente a los inconvenientes de la ingobernabilidad económica. Por eso, el gobierno de
crisis que nació en 1989 debía resolver dos graves problemas para poder disipar un
escenario de alto riesgo: la debilidad de la autoridad política y la pérdida de legitimidad
de la moneda. La respuesta del presidente Menem será la exigencia de poderes
excepcionales y la sanción de la ley de convertibilidad.
Las reformas estructurales llevadas adelante por el gobierno justicialista se efectuaron
bajo el signo de la emergencia y ofrecieron una salida a la crisis a través de la
estabilización de la economía. En este sentido, la transición económica fue el paso de
una economía dirigida a una economía de mercado, que implicó un cambio de matriz
económica. Lo que llevó al gobierno a reclamar abiertamente los poderes excepcionales
no fue tanto la alteración del orden público -ocasionados por los estallidos sociales de
1989- cuanto la urgente necesidad de producir cambios económicos sustanciales. El
Congreso de la Nación mediante la figura de la delegación legislativa (las leyes de
Emergencia Económica y Social y de Reforma del Estado de 1989/1990) transfirió
atribuciones y competencias al poder ejecutivo para encarar las innovaciones en la
economía y la reforma del Estado. Estos poderes excepcionales, que se unieron a la
práctica de los decretos de necesidad y urgencia y al veto parcial, ampliaron la esfera de
acción del Presidente y le otorgaron facultades legislativas directas para ejecutar las
reformas propuestas. Estos poderes excepcionales del Presidente fueron incorporados a
la texto constitucional con la reforma de 1994. En definitiva, la fuerte autoridad del
presidente Menem nació de la emergencia hiperinflacionaria de 1989/1990.
En medio del desorden económico y financiero, se destruyeron las reglas básicas de la
economía, por lo cual la moneda nacional perdió el carácter de unidad estable de
referencia y fue reemplazada por el recurso del dólar. La crisis de confianza en la
moneda generó el pánico financiero y las corridas bancarias y el gran objetivo de
Menem fue restaurar la confianza en la moneda (en base a la paridad peso-dólar) y
poner fin, por este medio, al descontrol económico.
Con la llegada de Domingo Caballo al ministerio de economía en 1991, comenzó una
nueva etapa en la Argentina con la implementación de reformas estructurales, por
ejemplo con la sanción de la ley de convertibilidad. Con este régimen se estipuló un
sistema monetario con una tasa de cambio fija que estableció la paridad, uno a uno, del
peso con el dólar. Se exigió igualmente que el Banco Central mantuviera reservas en
divisas que totalizaran el 100% de la base monetaria interna y se prohibió, por ende, la
emisión de moneda sin respaldo en divisas, poniéndose fin a una las fuentes abusivas de
financiamiento del Estado. Al mismo tiempo, se erradicaron los mecanismos
indexatorios que por largos años actualizaron los precios. Para algunos autores, la
convertibilidad y la autonomía del Banco Central formaron parte de aquellas reformas.
Fue necesaria la potencia de la convertibilidad para estabilizar la moneda y los precios,
y así ubicar las reformas estructurales en curso en un nuevo régimen de funcionamiento.
20
Al restablecer la confianza en la moneda, la convertibilidad redujo la inflación y
restauró la estabilidad macroeconómica. Una vez que la hiperinflación fue controlada
desapareció la causa principal del desconcierto, el miedo y el desánimo de los
ciudadanos y la estabilidad de la moneda se convirtió progresivamente en el nuevo valor
a respetar y defender. El éxito del plan de convertibilidad fue haber terminado con la
Argentina inflacionaria; en esto reside la reforma estructural. En los casos de pánico
financiero y bancario, la estabilidad de la moneda puede ser un medio para contener la
violencia y la descomposición social. Pareciera que ese fue el resultado obtenido con la
ley de convertibilidad de 1991.
Lo que ha demostrado la transición argentina es que la estabilidad de la moneda
contribuyo al proceso de consolidación de la democracia en la década del noventa. La
moneda, junto al Estado y la solidaridad, es un elemento de cohesión social, y es fuente
de seguridad. En ese momento, la moneda tuvo claras capacidades institucionalizantes;
fue un pilar de la democracia en la medida que formó parte de la integridad del orden
social. Conviene subrayar, que el potencial democratizador se coloca en la estabilidad
de la moneda y no en el supuesto institucionalizante de los mecanismos de mercado. En
la experiencia argentina, después de un duro proceso de aprendizaje la estabilidad de la
moneda se convirtió en el nuevo valor que la sociedad defiende.
Con todo, una vez que se ordenó la economía con el plan de convertibilidad y se
aseguró la previsibilidad financiera, surgieron otros desafíos vinculados al crecimiento
sostenido, la pérdida de competitividad comercial, el déficit fiscal y el alto desempleo
que rápidamente pusieron de manifiesto los límites de la convertibilidad. A principios
de 1995 se hicieron evidentes los aspectos negativos de la convertibilidad, luego de la
crisis mexicana que llevó a ese país a abandonar la tasa de cambio fija. Numerosos
autores han señalado que el déficit fiscal fue funcional al sostenimiento de la
convertibilidad, y la colocación de la deuda pública externa financió el desequilibrio
fiscal. El rendimiento del plan de convertibilidad en lo relativo al crecimiento dependió
de los préstamos externos, por lo que el éxito inicial de la estabilidad macroeconómica
se oscureció por la dificultad de mejorar la competitividad de la economía.
La reforma del Estado
Se pueden considerar dos etapas en el proceso de reformas estructurales
implementado por Menem. La primera, que transcurrió entre 1989 y 1996, está
orientada a obtener el equilibrio de las variables macroeconómicas, a poner fin al
proteccionismo, a desregular los mercados y reducir el tamaño del Estado. El sistema de
convertibilidad, las privatizaciones y la caducidad de los regímenes de promoción
industrial fueron la expresión más elocuente de las principales reformas estructurales
llevadas a cabo en esa etapa. Entraron en vigencia las denominadas “reformas de
primera generación”. La segunda etapa, comenzó en 1996 y finalizó con el mandato de
Menem a fines de 1999. El propósito principal fue el de completar la primera etapa,
concluyendo con las privatizaciones periféricas, la creación de un fondo de reconversión
laboral para los empleados públicos y la concreción de dos reformas de fondo aún
pendientes: la desregulación laboral y la desregulación del sistema de salud. Quedaron,
entonces, pendientes las “reformas de segunda generación” dirigidas a modernizar el
Estado, a mejorar sus capacidades, y aumentar la competitividad del sector privado.

21
En definitiva, las privatizaciones fueron el eje de la política neoliberal en Argentina y
la reforma del Estado tuvo un claro sentido fiscal. La tarea del gobierno de Menem se
redujo en este tema a la desestatización, a terminar con la propiedad directa del Estado,
a delegar tareas y responsabilidades públicas en empresas privadas, sin definir una
política de privatizaciones que fuera más allá de la reducción del déficit fiscal y la
búsqueda del equilibrio macroeconómico. No se trataba sólo de la venta de stock de
bienes públicos, como el plato fuerte del banquete de las ganancias privadas, sino de
definir un modelo de privatizaciones mediante el cual el Estado impulsara una política
que convertiría a las privatizaciones en el elemento esencial de una estrategia de
reforma de largo plazo. En esa estrategia se debería haber discernido qué tareas públicas
podían delegarse con éxito al sector privado y cuáles debería haber retenido
razonablemente el Estado. Por el contrario, el proceso de privatización en Argentina se
destacó por su ritmo vertiginoso, su carácter integral e indiscriminado, es decir, por la
ausencia de una política gradualista. En suma, fueron tres las medidas adoptadas en el
proceso de desestatización que animó la transición entre un tipo de Estado
intervencionista y otro de corte liberal: 1) la reducción del déficit fiscal;2) el abandono
estatal de funciones productivas y de prestación de servicios públicos, 3) la
transferencia de esas funciones y servicios al sector privado, las provincias y los
municipios (salud y educación). Se comenzó a vender rápidamente los activos públicos
sin la definición de una estrategia de desarrollo y sin un diseño de la inserción
competitiva de la economía argentina en el mercado mundial, y sin un efectivo control
posprivatizador. Otro rasgo notable de este proceso fue la poca transparencia en la venta
de los activos públicos, que generó de inmediato sospechas colectivas de corrupción.
Más allá del éxito de la misma, la reforma del Estado se apoyó en cuatro soportes
básicos: las privatizaciones (tanto de empresas productivas como de servicios, Somisa,
Petroquímica, YPF, Obras Sanitarias, Gas del Estado, Telecomunicaciones,
Ferrocarriles, etc.), las desregulaciones (se buscó el libre funcionamiento, entre otros,
del mercado cambiario, del mercado de trabajo, del mercado de capitales, del sistema de
precios, del comercio exterior), la reforma administrativa (la reducción del personal
público, la creación del Sistema Nacional de la Profesión Administrativa, entre otras
medidas), la descentralización de servicios ( se transfirió en 1992 los servicios de salud
y educación a las provincias y a la municipalidad de Buenos Aires).
¿Cómo reaccionó la sociedad frente al programa de reforma? A pesar de las
oposiciones, en particular de los empleados públicos, un clima favorable primó entre los
ciudadanos en el momento de la implementación de la primera etapa de la reforma del
Estado. El sostén principal del proyecto modernizador provino de la fortaleza de un
gobierno que encontró su fuente de autoridad en la memoria de la emergencia
hiperinflacionaria y en una sentida demanda de reorganización de la economía.
Pocas veces un tema concertó tanto la atención de los medios de comunicación y
movilizó a la sociedad como el referido a las privatizaciones. Empresarios y
trabajadores, políticos y funcionarios, prepararon su artillería pesada en contra de uno u
otro de los términos de la dicotomía privatización-estatización, en la que se dividió la
opinión nacional. Fueron los gremios estatales, más perjudicados por las medidas, los
que lideraron la resistencia, mientras que el resto del arco sindical tendió a pactar con el
gobierno, lo que condujo a la división de la Confederación General del Trabajo (CGT).
Más tarde, en un contexto político diferente, la CGT se unifico en oposición a la
segunda etapa de la reforma del Estado.
22
El sector mayoritario de la población pareció, por ende, inclinado a demandar más
mercado y menos Estado. Diversas encuestas conocidas entre marzo y abril de 1990
daban cuenta de esta tendencia: el consenso privatizador se fue conformando
lentamente. En ese clima, el discurso antidirigista más ortodoxo proclamó a la reforma
del Estado como condición única de resolución de la crisis. La sociedad pudo
comprender más tarde, a través de numerosas y severas experiencias de ajustes, que las
privatizaciones (necesarias en muchos casos) no condujeron por sí mismas a la
superación de los problemas económicos. Esto no impidió a la mayoría de los usuarios
reconocer una mejora en el funcionamiento de los servicios públicos.
Una vez finalizada las principales reformas del mercado y del Estado, que
clausuraron el ciclo de la economía mixta, se inauguró oficialmente a mediados de 1996
la segunda etapa de reforma del sector público. La intención del gobierno era terminar
con las grandes privatizaciones que faltaban, con la supresión de los entes residuales,
continuar con la racionalización de la administración pública, y avanzar con la
desregulación del mercado laboral y el sistema de salud. Entre una etapa y otra,
reaparecieron –con posterioridad a la crisis financiera mexicana de 1994- la recesión y
el déficit fiscal, cuya repercusión en nuestra economía fue duramente percibida con las
medidas de ajuste aplicadas.
Con la idea de completar la segunda etapa de la reforma estatal, el poder legislativo
delegó nuevamente facultades extraordinarias en el ejecutivo para efectuar la
reorganización del sector público nacional. Establecido, por tanto, el marco jurídico
general de la segunda reforma del Estado, el presidente Menem aceleró los tiempos, con
el propósito de ingresar en los temas de fondo que estaban pendientes: la reforma
laboral y la desregulación del sistema de salud (las obras sociales). Esta jugada audaz
provocó un quiebre en la histórica relación entre las estructuras gremiales y el partido
justicialista, al apuntar al corazón mismo del poder sindical.
La segunda reforma del Estado nació en un contexto político que presentaba matices
diferentes al que se vivió en 1989. La reforma alimentó un conflictivo escenario en el
que los intereses políticos y sindicales, que resistían el cambio, chocaban con las
expectativas de buenos negocios que esperaban los inversores privados. De esta manera,
aunque con vacilaciones, se volcó a la oposición el sector sindical que durante años
acompañó a Menem en sus proyectos. El resultado de ese giro político fue la unificación
de la CGT con los sectores contestatarios del sindicalismo y la realización de dos paros
nacionales en los meses de agosto y septiembre de 1996. Las tensiones que generaron
estas reformas –que fueron a impactar directamente en el interior del partido peronistase agravaron por el cuadro recesivo que castigaba a la economía y por el aumento del
nivel de desocupación. En el parlamento, el poder ejecutivo no encontró, ni en las
propias filas del peronismo, el ánimo necesario para dar un curso favorable al proyecto
de flexibilización laboral, aunque ya se había avanzado lo suficiente en esta materia.
Las reformas estructurales fueron adoptadas, pero lo que estuvo en cuestión fue la
eficacia de las mismas, la entidad de los resultados -satisfactorios o insatisfactorios- tras
diez años de ajustes permanentes y de sacrificios sociales. El Estado se redujo, los
mercados funcionaron libremente, el programa de privatización se cumplió en términos
generales y la apertura comercial fue absoluta, sin embargo, si se tiene en cuenta el
23
crecimiento relativo, las tasas de desempleo, la injusta distribución del ingreso y las
desigualdades sociales, los resultados no fueron satisfactorios.
El éxito principal de la década de gestión de Carlos Menem fue, sin duda, la
estabilidad macroeconómica, que abrió paso al control de la inflación y la estabilidad de
la moneda. Pese a la aprobación que tuvo la reforma económica en nuestro país,
especialmente entre 1991 y 1994, con la apertura de la economía, las privatizaciones y
las desregulaciones, las políticas aplicadas no se encaminaron en la dirección de un
programa de transformación productiva. La convertibilidad, aunque exitosa
inicialmente, no pudo garantizar por sí misma el crecimiento. El gobierno de Menem no
pudo cumplir con una de sus grandes metas: el control fiscal. A pesar de la estabilidad
macroeconómica y las privatizaciones, los resultados fiscales sólo se mantuvieron en
equilibrio durante los primeros años de la convertibilidad. A partir del tercer trimestre
de 1994, y sobre todo después de la crisis financiera mexicana, resurgió el déficit fiscal
que continuó hasta la finalización del mandato de Menem en 1999. Los ajustes fiscales
fueron un rasgo permanente de la reconstrucción de la democracia argentina en la
década menemista. El desempeño fiscal en esos diez años fue deficiente, no obstante
los importantes ingresos de las privatizaciones, que sin duda contribuyeron a mantener
el equilibrio de las cuentas pública entre 1991 y 1994.
El Pacto de Olivos y la reforma constitucional
El punto de partida de un gobierno puede definir las cualidades o defectos del mismo.
A sólo tres meses de haber asumido, Carlos Menem revelaba sus ambiciones
hegemónicas y sacaba a luz su estrategia de concentración del poder. Con un Congreso
condicionado por las urgencias del gobierno ante la gravedad de la crisis, el presidente
Menem definió entre sus objetivos de poder la Corte Suprema y la Constitución
Nacional. Además de los reclamados poderes de excepción, el Poder Ejecutivo envió
un proyecto de ley al Congreso para ampliar de cinco a nueve la composición del Alto
Tribunal. El proyecto amenazaba con la independencia del máximo Tribunal de Justicia
y, por consiguiente, con la seguridad jurídica de los hombres y bienes del país. Al
mismo tiempo, en el mes de septiembre de 1989 el presidente Menem convocaba a
todos los sectores políticos y sociales a encarar un proceso de reforma de la Carta
Magna, proceso que tuvo lugar finalmente en 1994.
El Pacto de Olivos fue el acuerdo político entre las dos fuerzas mayoritarias de la
Argentina para reformar la Constitución. La iniciativa reformista lanzada por Menem
apenas alcanzó el poder, retomada a principios de 1992 con la estabilidad económica,
cobró fuerza después de los comicios de octubre de 1993, cuando el justicialismo ganó
en esa oportunidad las elecciones para diputados nacionales. En una situación de
debilidad política, el radicalismo liderado por Raúl Alfonsín en un cambio de posición
aceptó discutir la necesidad de la reforma constitucional. De esta manera, el 4 de
noviembre de 1993 se realizó una reunión secreta entre el presidente Carlos Menem y
Raúl Alfonsín en la que se estableció las bases de la reforma: la reducción del mandato
presidencial a cuatro años y la inclusión de la cláusula de reelección por un sólo
período, la designación de un Jefe de Gabinete o Ministro Coordinador, el
levantamiento de la convocatoria al plebiscito propuesta por el gobierno como una
forma de presión al radicalismo, la creación de un Consejo de la Magistratura, la
presentación de un proyecto de reforma común. El “acuerdo de dos”, como lo definió
Atilio Cadorín en el diario La Nación, dio lugar al Pacto que fue firmado el 14 de
24
noviembre de 1993 en la residencia presidencial de Olivos, lo que le permitió a Menem
acercarse a la codiciada reelección. El 15 de noviembre por decreto presidencial se
suspendió sin fecha el plebiscito sobre la reforma constitucional, como un paso esencial
en la marcha de las negociaciones. A partir de ese momento comenzó a funcionar la
comisión técnica que elaboró en detalle los puntos de la reforma.
También fue objeto del Pacto de Olivos la renovación parcial de los integrantes de la
Corte Suprema. Esa renovación entró como parte del acuerdo que exigió el radicalismo
para apoyar la reforma de la Constitución. Ante algunas dificultades para llevar adelante
este propósito, los radicales amenazaron con romper el acuerdo de la reforma si no
renunciaban antes del 3 de diciembre por lo menos tres miembros de la Corte Suprema,
conforme al compromiso adquirido por el presidente Menem. Alfonsín necesitaba este
gesto para presentarlo como garantía del acuerdo en la Convención Nacional de la unión
cívica radical. Finalmente, sobrevino el anuncio de los tres alejamientos, lo que le
permitió a Raúl Alfonsín obtener un amplio respaldo al Pacto de Olivos en la
convención de su partido, celebrada el 4 de diciembre. El momento culminante llegó el
13 de diciembre de 1993 cuando Menem y Alfonsín firmaron el “Acuerdo para la
Reforma de la Constitución Nacional”, que estableció un Núcleo de Coincidencias
Básicas que debía ser votado sin revisión y de una sola vez por la Asamblea
Constituyente. Por último, la ley declarativa de reforma (24309), que incluyó el Núcleo
de Coincidencias Básicas, se sancionó el 29 de diciembre de 1993.

Un clásico acuerdo entre caudillos fue fundado, más que en la virtud que acompaña a
las grandes obras, en las ambiciones de reelección de Carlos Menem, en las necesidades
políticas de Raúl Alfonsín y en las debilidades políticas del partido radical para vetar las
iniciativas reformistas del gobierno nacional. Cuando el primer presidente de la
transición decidió a fines de 1993 acercarse al gobierno de Menem, en un momento en
que su relación con la opinión pública se hallaba deteriorada, lo hizo pensando que un
acuerdo entre los dos partidos mayoritarios le podría devolver el protagonismo perdido
en los últimos años, luego de su apresurado alejamiento de la Casa de Gobierno. A
cambio, debía facilitar el camino de la reelección presidencial.
En los hechos, el acuerdo logrado le permitió a Alfonsín ocupar, junto a Menem, el
centro del escenario nacional. En su discurso alegaba la intención de reubicar y
fortalecer el proceso democrático en la esfera institucional, de la cual a su entender se
alejaba cada vez más el presidente Menem. Pensaba el pacto político con los peronistas
como un pacto de garantías que evitaría las “hegemonías y la perpetuación” y abriría
“los cauces de una democracia avanzada” que modificaría el carácter extremo del
sistema presidencialista argentino. A pesar de estos argumentos aceptaba incorporar en
la Constitución la cláusula de la reelección, aquella que le permitió a Menem gobernar
el país durante diez años, como nadie lo hizo durante el siglo XX. A cambio obtenía la
figura del ballottage, la del Jefe de Gabinete, el Consejo de la Magistratura, el tercer
senador, el mejoramiento de los órganos de control, el referéndum. Con estas reformas,
Alfonsín apostaba a superar el bajo nivel de institucionalización de la democracia y a
atenuar el rígido sistema presidencialista.
Con posterioridad a la reforma constitucional y a las elecciones nacionales celebradas
el 14 de mayo de 1995, Carlos Menem vió fortalecido su poder, confirmó su liderazgo y
estilo de gobierno decisionista. La reforma de 1994 eliminó el Colegio Electoral que fue
sustituido por el voto directo y distrito único en el territorio nacional, con un sistema de
doble vuelta. Así, Menem fue elegido en la primera vuelta con el 49,9 % de los votos
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positivos, con un porcentaje superior a las elecciones de 1989 y obtuvo mayoría propia
en ambas cámaras. Reunió el poder suficiente como para intentar completar la reforma
económica iniciada en 1989. Su segundo período de gobierno de cuatro años fue
inaugurado el 8 de julio de 1995 y finalizó en diciembre de 1999, cuando lo reemplazo
Fernando De la Rúa.
El triunfo categórico de Menem dio lugar a interesantes debates que buscaron explicar
las razones del éxito de la política neoliberal, la que era juzgada por segmentos
importantes de la población y por significativas corrientes de opinión como contraria a
los intereses nacionales y sociales. Ahora bien, el éxito electoral no pudo ocultar lo que
era una realidad evidente: la necesidad de mejorar la competitividad de la economía. El
plan de Convertibilidad comenzaba a mostrar sus límites en la tarea de estabilización
macroeconómica. Si bien la estabilidad monetaria le hizo ganar elecciones a Menem, el
problema fue -para los propios ciudadanos argentinos- que el plan de Convertibilidad
dependía del endeudamiento externo. Más tarde, una sucesión de hechos financieros
internacionales golpearon igualmente a la economía argentina: la crisis en Asia en 1997,
la cesación de pagos en Rusia en 1998 y la posterior devaluación del real en Brasil a
comienzos de 1999, que hicieron más difícil la sobrevivencia de la Convertibilidad.
Como fue dicho, el Pacto de Olivos que motorizó la reforma constitucional encerraba
en la perspectiva de Carlos Menem un propósito fundamental: levantar la prohibición de
reelección inmediata del Presidente que estableció la Constitución histórica. La reforma
de esta cláusula inhibitoria le permitió concretar sus ambiciones hegemónicas y
permanecer diez años en el poder, entre 1989 y 1999. Una vez logrado el objetivo, el
mismo no fue suficiente. Cuando promediaba su segundo mandato, Carlos Menem hizo
conocer su pretensión a un tercer mandato consecutivo, que podía ser viabilizado por un
proyecto de reforma de la Constitución de 1994 o por una interpretación favorable de la
Corte Suprema de Justicia, que le abriera paso a una nueva postulación. Cualquiera de
estos impulsos hegemónicos le hubieran permitido revisar las cláusulas que no admiten
la reelección consecutiva del presidente por más de dos períodos. Cuando se reformó la
Constitución por el artículo 90 se prohibió la reelección inmediata al tercer período. Al
mismo tiempo, y para que no hubiera lugar a dudas, se dispuso en la Cláusula
Transitoria novena que el mandato del presidente en ejercicio al momento de
sancionarse la reforma (es decir, Carlos Menem) deberá ser considerado como primer
período. Esta norma reflejaba el acuerdo contenido en el punto B del Núcleo de
Coincidencias que consideraba al actual mandato presidencial (1989-1995) como un
primer período. En suma, las normas constitucionales y los acuerdos previos
establecieron expresamente los límites de los derechos del ciudadano Carlos Menem y
la fecha de finalización de su segundo y último mandato presidencial consecutivo. El
Estado de derecho, que organiza el funcionamiento del régimen democrático, definió
entonces los alcances del poder, su duración y distribución.
Decisionismo político y Estado de derecho

En diez años de gobierno, el poder menemista osciló entre la estabilidad económica y
la precariedad institucional. La dependencia política de la Corte Suprema (para lo cual
logró reunir una “mayoría automática”), el debilitamiento de los órganos de control del
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Estado, el menosprecio parlamentario, la corrupción generalizada, el escaso apego al
Estado de derecho, no hicieron más que devaluar una historia ya colmada de deficiencia
institucional. La capacidad de gobernar demostrada en momentos de crisis, cuando
había que acomodarse a las nuevas condiciones del mercado mundial, no estuvo al
servicio de la calidad institucional de la democracia. Es justo reconocer, sin embargo,
que las libertades civiles y la libertad de prensa fueron básicamente respetadas, aunque
se produjeron hechos periódicos que la perturbaron.
Se instaló en la década del noventa un complejo sistema de decisión que reforzó la
tradicional autoridad del gobierno en un régimen presidencialista. Conforme a nuestro
sistema constitucional, el poder ejecutivo goza de un poder relativamente concentrado,
que se acentúa en los momentos de crisis por el uso de las medidas de emergencia. Las
reformas estructurales fueron las respuestas a una crisis profunda y a la presión de los
mercados, pero al mismo tiempo activaron la tarea legislativa del ejecutivo y sus
capacidades decisorias, para dejar de lado la idea del “gobierno de las leyes” e imponer
la idea del “gobierno del ejecutivo”. Se abrió, entonces, un escenario de rivalidades
entre el Ejecutivo, el Congreso y los partidos políticos, situación que puso trabas al
consenso que requiere el normal funcionamiento del poder legislativo, con el fin de
evitar el bloqueo mutuo de las decisiones. Las dificultades de cooperación, en un
sistema presidencialista como el argentino, se vieron agravadas por las ambiciones
hegemónicas de un liderazgo presidencial que puso el centro de su acción en la
reelección.
En la democracia constitucional argentina, la función legislativa del Presidente es
considerable y tiene lugar en el interior de un proceso que comienza con el poder de
iniciativa y finaliza con el poder de promulgación o con el poder de veto (total o
parcial). Esa función se amplía en un país que vive en un estado de emergencia
permanente desde 1989 y en el cual pareciera que sólo cabe el gobierno por decreto.
Frente a la emergencia el Estado de derecho cede y se apela al poder por decreto. Las
pretensiones hegemónicas ostentadas por el presidente Menem durante su mandato
revelaron una concepción de poder que cuestionó la adecuada relación que debía
prevalecer entre democracia y Estado de derecho. Tal concepción pareció desconocer
que las normas de la Constitución ordenan el campo de acción de las voluntades
mayoritarias. La Carta Magna no sólo contiene los principios fundamentales del Estado
democrático sino también los del Estado de derecho, por eso aquél está determinado y
limitado por éste. Esa propuesta reeleccionista puso en contradicción los principios
inherentes a la democracia y al Estado de derecho (el principio de la mayoría y el
gobierno de la ley) al sostener que la Constitución de 1994 proscribía al presidente
Menem, negándole la posibilidad de postularse a una nueva candidatura, cuando -según
esa propuesta- la mayoría de los ciudadanos se inclinaba a favor de la misma. Frente a
este conflicto de principios, la voluntad del pueblo debía ser respetada. De esta manera,
conforme a esta posición, el derecho no se ajustaba a los deseos de la mayoría, esto es,
a la democracia. El riesgo evidente fue el sometimiento del derecho a los imperativos de
una política decisionista.
El estilo político de Menem abrió, por ende, una zona de tensión en el sistema
institucional entre dos términos de una ecuación que no siempre coinciden: la crisisque exige una respuesta-, y la norma jurídica -que busca su aplicación. Aquí, aparece
una tensión no resuelta entre cesarismo y constitucionalismo, entre cesarismo y
parlamentarismo. A pesar de sus pretensiones decisionistas, el Estado de Menem no es
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un Estado hobbesiano dotado de autoridad absoluta. El problema surgió cuando en esa
configuración del poder Menem trató de extender en el tiempo sus atribuciones
excepcionales, más allá de las causas de la emergencia. Sin duda, la personalización del
poder fue un rasgo sobresaliente de su acción de gobierno, que derivó de su capacidad
personal o de su carisma. El renacido debate en torno al decisionismo político se
explica, en parte, por el universo de una época que puede ser caracterizado por las
transformaciones estructurales de la sociedad y la economía, la crisis de la política y la
reducción del poder del parlamento. Consecuentemente, el órgano ejecutivo se ha
transformado -como alguien ha dicho- en Poder Decisivo (en el sentido de
preponderante y no en el sentido schmittiano). En América Latina este poder “decisivo”
se acentúa por la fuerza de dos tradiciones: la presencia de fuertes sistemas
presidencialistas y la generación de líderes populistas, que en algunos casos han dado
origen, según ciertas interpretaciones, a “liderazgos de crisis” que dominan la escena
política (Menem, Fujimori).
Como se ha indicado, si bien la cuestión económica fue resuelta con relativo éxito
desde el punto de vista de la estabilidad monetaria y del equilibrio de las principales
variables macroeconómicas, surgieron otros problemas derivados de la aplicación de un
programa económico neoliberal y de un estilo político poco respetuoso de la división
de poderes y de la ética de la función pública. La solución impostergable de estos
problemas se trasladaron al gobierno de la Alianza en 1999. Los logros alcanzados en la
economía argentina durante la administración de Menem no ocultaron los efectos de una
pesada herencia vinculada con su reducida competitividad, el déficit fiscal, la fragilidad
financiera y la baja rentabilidad de importantes sectores, especialmente el de los
productores de bienes transables.
Para avanzar en una conclusión más integral de la década menemista habría que
resaltar un tema central de las sociedades organizadas: la responsabilidad de gobernar.
Un gobierno es responsable, de acuerdo a la ética de la responsabilidad de Max Weber,
cuando toma en cuenta las consecuencias previsibles de sus propias decisiones. La
autoridad pública deber ser responsable de sus decisiones, y debe medir las
consecuencias de los actos de gobierno que le van a trascender. Por consiguiente, una
política responsable debe considerar tanto los efectos presentes de sus acciones (que
tienen lugar durante el gobierno que tomó la decisión) como sus efectos futuros, sobre
los ciudadanos y las instituciones. Sin duda, la responsabilidad de gobernar, que es una
responsabilidad política, nace de los errores de la propia gestión, de los errores de las
decisiones adoptadas y, por ende, de las consecuencias que afectarán a las generaciones
presentes y futuras. En definitiva, es la responsabilidad que se tiene ante los ciudadanos
después de la acción y la responsabilidad que se tiene por el cuidado de las instituciones
de la democracia.
En consecuencia, ¿el gobierno de Menem no fue responsable de las consecuencias
previsibles de sus decisiones económicas y de las medidas políticas que ponían en
riesgo el funcionamiento normal de las instituciones de la democracia? ¿No hay
responsabilidad gubernamental, acaso, por el financiamiento del Estado mediante el
aumento de la deuda pública, que creció en 66.000 millones de dólares entre 1991 y
1999, o por el gasto público que se duplicó en ocho años, o por los altos niveles de
desocupación, o por el crecimiento de la pobreza estructural y el surgimiento de nuevos
pobres? Fue una década en la que se vivió gastando irresponsablemente a cuenta del
aumento de la deuda y del ingreso por las privatizaciones, sin considerar que los
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problemas se trasladaban hacia el futuro y que otros se deberían hacer cargo de ellos. Lo
mismo se puede decir de los problemas que surgieron por el desinterés en mejorar la
calidad de las instituciones, por la corrupción en la cumbre y por el escaso respeto a la
división de poderes.
La administración de Menem no ofreció, por cierto, un perfil de gobierno responsable.
La ética del éxito de la estabilidad económica no ocultó el pragmatismo de Menem, sus
ambiciones hegemónicas, la concentración del poder, ni ocultó, por ende, la renuncia a
las convicciones y a la ética de las intenciones. En esos diez años no se crearon las
condiciones necesarias para construir instituciones previsibles, especialmente en la
esfera económica, con capacidad para evitar los sobresaltos que se generaron en el
difícil entramado de la democracia argentina. Es cierto, no son pocas las imperfecciones
de la democracia argentina. Además de las desigualdades vergonzantes y la deficiencia
institucional, habría que remarcar otro déficit significativo: la falta de modernización
política, tanto a nivel del sistema político como de los partidos. Como en todo proceso
histórico hubo cierta continuidad del pasado: clientelismo, corrupción, política de poder,
incompetencia e improvisación. Pero también se produjeron rupturas meritorias con lo
peor del pasado: la cultura política pretoriana. En términos generales, las organizaciones
partidarias no se modernizaron con la transición democrática, ni hubo continuidad en el
proceso de renovación de sus cuadros; más bien se adaptaron a las exigencias del
mercado internacional y la teoría económica dominante. Primó una racionalidad
burocrática y adaptable en lugar de una racionalidad creativa. El desprestigio de los
partidos fue creciendo a lo largo de la década menemista, a pesar de que un sector del
arco partidario, acompañado por la sociedad, buscó superar las ambiciones hegemónicas
y reeleccionistas.
Pero la construcción de la democracia es siempre un proyecto inconcluso. La etapa que
nació en 1983, como una segunda edad de la democracia, consolidó un poder legítimo,
que puso fin a una larga historia irrespetuosa de las reglas de procedimiento y de
ilegitimidad política, estableció un sistema de alternancia y subordinó el poder militar al
poder civil. Decíamos que la democracia se perfecciona. La apuesta a su
perfeccionamiento requiere de la solidez de una línea de control de los ciudadanos sobre
los poderes públicos y una mejor actuación de los partidos, la mayoría de las veces
anquilosados en su viejas formas de organización y en ciertas concepciones de la
política que los aleja de la sociedad. El período que comenzó en diciembre de 1989 con
el gobierno de la Alianza presidido por Fernando De la Rúa trajo nuevos y difíciles
desafíos. El perfeccionamiento del sistema democrático dependerá, en fin, de su
capacidad para aprender del pasado y de las decisiones orientadas al futuro.
Sobre el período 1999-2003
Es difícil ser contemporáneo con nuestra propia época, y entender el significado de un
tiempo presente, de actos que no han concluido, es aún más difícil. La tarea es, por
tanto, complicada y laboriosa en la que no se resuelven sino que se abren problemas, ni
se pueden presentar resultados definitivos. Los acontecimientos políticos que
transcurrieron entre el año 1999 y el 2003 fueron vertiginosos y tuvieron un ritmo
constante. En esos pocos años, las renovaciones incesantes en la cosa pública volvieron
difícil la conceptualización del vértigo político.
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El triunfo de la Alianza (coalición del radicalismo y el Frepaso) en las elecciones
nacionales del 24 de octubre de 1999 fue percibido por buena parte de la sociedad como
el punto de partida de una renovación de la política; el entusiasmo colectivo fue notorio.
No dejaba, además, de ser gravitante para la afirmación de la democracia el segundo
caso de alternancia política que tuvo lugar el 10 de diciembre cuando la Alianza asumió
el poder que dejaba el justicialismo. Por primera vez en nuestra historia el peronismo
era apartado del poder mediante una competencia electoral. Sin embargo, los desafíos
de la Alianza no fueron pocos ni fáciles de resolver. Había que superar la activación
permanente de la lógica decisionista del poder ejecutivo del período menemista y
resolver aquellos problemas pendientes que tenían que ver con la búsqueda de igualdad
social, con los deseos de seguridad, con la eliminación de la corrupción y con la calidad
de las instituciones públicas, especialmente con aquellas que impartían justicia.
En ese panorama, un equilibrio de poder se estableció entre las dos grandes fuerzas
políticas que actuaron en la coyuntura electoral. Al mismo tiempo que el candidato del
justicialismo, Eduardo Duhalde, fue derrotado en las urnas a nivel nacional, la sociedad
no entregaba todo el poder a la oposición triunfante. En el plano nacional, la Alianza
había obtenido una victoria contundente, pero debía gobernar un país con las principales
provincias (Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba) en manos del peronismo. Si a ello se le
sumaba el control del Senado por el peronismo y una Corte Suprema integrada por una
“mayoría automática”, era evidente que el partido justicialista conservaba una buena
cuota de poder.
Rápidamente se hicieron visibles las diferencias existentes en el seno de la propia
coalición política, entre radicales y frepasitas, y en el seno de la Unión Cívica Radical,
entre el sector que dominaba la estructura partidaria y el que ocupaba las principales
funciones gubernamentales. En términos políticos, la Alianza no podía mejorar su
capacidad de gobierno ni definir un rumbo cierto. En materia económica, el país no
podía superar los problemas generados por el proceso recesivo que había comenzado en
1998, mientras se decidía mantener a rajatabla el plan de convertibilidad. Es cierto que
la estabilidad de la moneda se había convertido en el nuevo valor que la sociedad
defendía. La experiencia inflacionaria de 1989 había enseñado que cuando se desordena
la economía y la moneda pierde su valor, se agita la convivencia pacífica de la sociedad,
se desajustan las reglas del juego político civilizado y se pone en evidencia la amenaza
de inestabilidad sistémica. Lo que hubo fue la ausencia de una estrategia de desarrollo
coherente para mejorar la economía a largo plazo, que fuera más allá de los imperativos
de estabilidad y ajuste a corto plazo. Sin un proyecto de desarrollo no se podía
convalidar la convertibilidad. Sin duda, no alcanzaba con la estabilidad de la moneda,
aunque ella fuera la principal conquista de la década del noventa. Era evidente que el
crecimiento económico no podía ser el resultado directo de un régimen cambiario.
Dos hechos significativos señalaron la crisis profunda de la coalición gobernante y el
fracaso de la política económica del gobierno: la renuncia del vicepresidente Chacho
Álvarez y la incorporación al gabinete de Domingo Cavallo como ministro de
economía.
Chacho Álvarez renunció a la Vicepresidencia de la Nación en octubre de 2000, diez
meses después de haber asumido al cargo por las denuncias de sobornos contra
senadores nacionales del peronismo y radicalismo que habrían incurrido en ese delito
para aprobar la ley de reforma laboral. La denuncia de corrupción que conmocionó a la
opinión pública y sacudió a las estructuras partidarias terminó en el enfrentamiento de
30
Álvarez con De la Rúa, ante la resistencia del Presidente en llevar a fondo una
investigación.
La designación de Cavallo en el ministerio de economía se concretó en marzo de 2001.
Con un nuevo perfil, Cavallo proponía algunas innovaciones para sortear la crisis
financiera en curso y poder crecer. Su programa económico, que incluyó en distintos
momentos el plan de competitividad, la convertibilidad ampliada, el “megacanje”, el
déficit cero, resultó insuficiente para frenar la debacle y evitar las corridas sobre los
depósitos bancarios. El destino del gobierno de la Alianza comenzaba a definirse.
Con el derrumbe del plan de convertibilidad y la renuncia del presidente De la Rúa, el
20 de diciembre de 2001, se abrió un período marcado por la inestabilidad institucional
y la devaluación de la moneda nacional. Los desórdenes social y monetario se instalaron
nuevamente. Los estallidos sociales, con los saqueos a supermercados, reaparecieron en
diciembre de 2001 al final del gobierno de la Alianza y continuaron en los primeros
meses de 2002. En una situación de conmoción profunda, el que reaccionó con
vehemencia fue el cuerpo social completo y detrás de esa reacción colectiva se
encontraba agazapada la violencia. Con la violencia apareció una amenaza real que
atravesó al conjunto de las instituciones públicas y privadas. En efecto, el cansancio y la
irritación de una sociedad agotada, que atravesaba por el valle de lágrimas de los ajustes
desde hace varias décadas, sacó violentamente a luz la desesperanza y el descontento.
De una coalición electoral exitosa, la Alianza no pudo convertirse en una coalición
gobernante estable y competente. En poco tiempo, esa coalición política se fue
resquebrajando, mostró su impotencia, su fragmentación, su impericia en muchos
terrenos, sobre todo después de la renuncia de Álvarez hasta llegar al final trágico de De
la Rúa. La decepción colectiva por el fracaso fue enorme, por las expectativas
frustradas, por el desengaño.
Después de la renuncia del presidente De la Rúa, la crisis argentina inició una nueva
página en su larga historia. Un gran escenario de protesta reunió el reclamo de los
excluidos y el cacerolazo de la clase media en defensa de su derecho de propiedad. Los
habitantes del centro y la periferia, motivados por intereses diferentes, quebraron la
resentida relación entre representantes y representados. La ira enardeció tanto a los
ciudadanos que los dirigentes políticos no podían circular libremente por las calles ni
asistir a lugares públicos sin temor a ser agredidos o repudiados, mientras el Congreso
de la Nación permaneció vallado durante un buen tiempo. La reacción de los ciudadanos
golpeando cacerolas, la convocatoria de las asambleas vecinales y la protesta de los
piqueteros fue una visible demostración del hundimiento del sistema de representación.
La consigna “que se vayan todos”, coreada masivamente en las calles, fue el símbolo de
la indignación y la negativa a entablar una conversación, que se consideraba ya agotada,
con los dirigentes tradicionales.
En el mes de diciembre de 2001, numerosas normas de emergencia elaboradas por
Cavallo fijaron fuertes restricciones a la extracción de dinero en efectivo (el
denominado “corralito”) que pusieron en suspenso el derecho de propiedad, al impedir
que los depositantes dispusieran libremente de ese patrimonio. Más tarde, en base a la
ley de emergencia pública y reforma del régimen cambiario de enero de 2002, el
gobierno del presidente Duhalde continuó profundizando las restricciones al régimen
bancario y cambiario, sin el debido respeto al derecho de propiedad garantizado por la
31
Constitución Nacional. Ante esta situación de inseguridad jurídica, los ciudadanos se
encontraron en un estado de total indefensión, lo que abrió el camino de la justicia. En
definitiva, por la emergencia económica, la suerte del derecho de propiedad y la
seguridad de los contratos quedó librado a la decisión de los gobernantes de turno, a
pesar de que toda norma de excepción encuentra sus límites en la Constitución.
Ninguna legislación de emergencia puede suprimir derechos constitucionales. De esta
manera, se afectaba el Estado de derecho.
Un terremoto político y social pareció arrastrar a la Argentina hacia el abismo entre el
diciembre trágico y los primeros meses de 2002: el país tuvo cinco presidentes en 15
días (De la Rúa, Puerta, Rodríguez Sáa, Camaño, Duhalde). En un manejo desesperado
y errático de la crisis que comenzó con Domingo Cavallo cuando se congelaron los
dólares de los bancos y se destruyó la riqueza de los ahorristas y continuó con el default
de la deuda pública declarado por el presidente Rodríguez Sáa pasando por la
devaluación y pesificación forzada del presidente Duhualde, se generó una crisis de
confianza de proporciones desconocidas, que se extendió a la moneda, al sistema
financiero, hasta desembocar en una notable caída de la actividad económica.
Esta fue un momento dramático de la realidad de un país cuya clase gobernante en
medio del desorden y las presiones devaluó la moneda, para mejorar la competitividad
de la economía, sin estar preparada para hacerse cargo de una decisión que haría correr
serios riesgos a la sociedad (fuerte caída del salario real, aumento de la pobreza y la
exclusión social). La responsabilidad política de los dirigentes reside también en la
precaución de no generar cambios profundos cuando sobrevuela el desorden y se duda
sobre el rumbo que se propone seguir.

De nuevo se puso en peligro la moneda nacional. Entre un peso depreciado y la
codiciada moneda norteamericana se ubicó una tercera moneda con los bonos
provinciales y las Letras de Cancelación de Obligaciones Provinciales (LECOP), que
circuló por todo el país a raíz de la recesión, la escasez del crédito y la falta de
circulante, llenando de incertidumbre y molestia a sus obligados poseedores que no
ignoraban que el respaldo de esos títulos radicaba en la solvencia del emisor, es decir,
en el Estado nacional y los Estados provinciales que reconocieron sus insolvencias. En
el mismo escenario, la gravedad de los hechos hizo florecer una economía paralela con
los centros de trueques, verdaderos mercados informales que configuraron una
economía natural de cambio (hubo intercambio sin dinero) que contrastó con la
economía monetaria.
En una situación de conmoción profunda como la que se vivió a partir de diciembre de
2001, Eduardo Duhalde, designado presidente de la Nación por la Asamblea Legislativa
el 1º de enero de 2002, propuso la discusión de un amplio pacto de reforma política que
apostaba a una renovación de las instituciones públicas y las prácticas partidarias. En
momentos muy decisivos para el ordenamiento de la Argentina, convocó a todos los
sectores al diálogo social para enfrentar el derrumbe del país, tras una propuesta que fue
denominada Diálogo Argentino. La propuesta fue efectuada junto con la Iglesia Católica
y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y en las reuniones
participaron entidades empresariales y asociaciones sindicales, organizaciones no
gubernamentales y fuerzas políticas. Finalmente, la Argentina se fue estabilizando
progresivamente y sin duda resultó una ayuda valiosa la política acertada del ministro
de economía Roberto Lavagna. El final de la recesión económica y una situación
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internacional favorable crearon el clima propicio para retomar el camino de la
estabilidad.
El presidente Duhualde decidió acortar la duración del mandato otorgado por la
Asamblea Legislativa para completar el período presidencial vacante dejado por De la
Rúa, que vencía el 10 de diciembre de 2001, presionado por la represión a una marcha
piquetera que causó dos víctimas en el mes de junio de 2002. Las elecciones nacionales
fueron convocadas para el 27 de abril de 2003 con entrega del poder el día 25 de mayo.
Ante la inminencia del proceso eleccionario, la pelea política entre duhaldistas y
menemistas que en un momento había quedado en manos de la justicia, se resolvió
cuando el congreso del partido peronista, dominado por los partidarios de Duhalde,
suspendió a fines de enero las elecciones internas del 23 de febrero de 2003 y aprobó un
sistema de “neolema” que habilitaba a Kirchner, Menem y Rodríguez Sáa a representar
el justicialismo en las elecciones presidenciales. Envuelto en una crisis de liderazgo, el
partido justicialista trasladó sus propias disputas internas y contradicciones a las
instituciones republicanas y al sistema político, arrojando incertidumbre a la
convocatoria a elecciones nacionales. Con el sistema de “neolema”, la estrategia de
Duhalde buscó atraer al electorado no peronista para derrotar a Menem, ya sea en la
primera o en la segunda vuelta. Una hábil jugada que redujo el sistema político a la
interna peronista.
Con las elecciones nacionales de octubre de 2001 se abrió un período de impugnación
de la política, de carácter inédito, que se ha interrumpido con las elecciones
presidenciales del 27 de abril de 2003, sin que se pueda afirmar que se ha cancelado. Ha
desaparecido, es cierto, la irritación de los ciudadanos y se percibe una actitud
expectante en la sociedad, bajo el gobierno del presidente Kirchner, en el marco de un
proceso de disgregación del sistema de partidos. El período comenzó con el malestar de
los ciudadanos (que reconoce, sin embargo, una historia más antigua) que se reflejó en
las urnas el 14 de octubre, dos meses antes de la renuncia de De la Rúa, que dio como
resultado una cifra elevadísima entre el voto negativo y la abstención que alcanzó al
42,67% del padrón electoral. Este desatendido llamado de atención de una sociedad
agotada tuvo su continuidad, a través de otras manifestaciones, en el colapso
institucional del mes de diciembre de 2001 que derivó en el fracaso del gobierno de la
Alianza. Ese movimiento de impugnación, que sacó a luz la crispación de una sociedad
cansada, produjo cambios profundos en la vida política, por momento brutales, que
afectaron la relación de los ciudadanos con las instituciones. No obstante, la renovación
política tan aclamada no se realizó, y al final de ese proceso se quedaron todos. El largo
calendario electoral del año 2003 no hizo más que revalidar los títulos de aquella
dirigencia política que participaba del poder entre fines de 2001 y principios de 2002.
En efecto, a pesar que el sistema de representación ha sido sentado en el banquillo de
los acusados, la legitimidad electoral no ha sido cancelada a juzgar por el incesante
desarrollo de las pruebas comiciales. El ciclo electoral que comenzó con las elecciones
en Santiago del Estero en el 2002 y continuó en el país en el 2003 así lo demuestra.
Néstor Kirchner llegó al gobierno con un escaso 22% de los votos que fueron
aportados en su mayoría por el peronismo bonaerense, situación que convirtió a
Duhalde en el “gran elector”. Llegó, pues, acompañado por sólo una de las tres
fracciones en la que se dividió el peronismo en la contienda electoral del 27 de abril, sin
ejercer el liderazgo de su partido, sin mayoría parlamentaria propia, y con los
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gobernadores ejerciendo su poder en la estructura justicialista. De ahí, la imperiosa
necesidad por restablecer la plena autoridad presidencial, sin lo cual no podía organizar
su propia capacidad de gobierno. El resultado fue la instauración de una democracia
basada en la opinión pública, a tono con los cambios de época. La duda es saber si esto
es suficiente como para construir un poder consistente y, al mismo tiempo, autónomo
del partido justicialista.
El 25 de mayo el nuevo presidente inauguró un estilo de gobierno personalista que
sorprendió y cautivó con rapidez a la mayoría de la opinión pública, tan pronto como
pudo recuperar con un lenguaje simple viejas imágenes cargadas de demandas y
aspiraciones postergadas. Se sabe que en un estilo político personalista no se puede
opacar ni contradecir la figura del líder. El estilo de gobierno de Kirchner es una
renovada demostración de que la política es un saber arquitectónico, que el poder es
algo que se construye.
La opción de Kirchner fue clara desde el primer momento. En lugar de constituir un
gobierno de coalición, dada su baja legitimidad electoral, se inclinó por formar un
gabinete representativo del espacio electoral que lo llevó al triunfo y por recostarse en la
propia fuerza que le da el ejercicio de la autoridad presidencial. Con un estilo marcado
por las decisiones rápidas y reservadas anunció el comienzo de una era de renovación
política y de mejora en la calidad de las instituciones democráticas, que dejaría atrás la
era menemista de corrupción política y de grandes negociados con los intereses
corporativos. El poder que se construye desde ese discurso se despliega en una red de
relaciones simbólicas que va acompañado de firmes decisiones políticas. El poder
presidencial de Kirchner como todo poder produce efectos y se reviste de símbolos y
gestos que se encaminan a la obtención de determinados bienes, que generan amplias
aceptaciones subjetivas. El poder político tiene siempre un componente subjetivo, de
personalización, su realidad no se reduce a la coacción y a la ley. Las decisiones
inesperadas que conquistaron adhesiones se tomaron en el campo de la política, la ética
y los derechos humanos, abriendo un horizonte de esperanza en un amplio sector que
restaura la confianza social en el liderazgo presidencial y en las posibilidades de
cambio. Por cierto, la pregunta es si ese poder presidencial será una fuerza real
suficiente como para llevar a cabo transformaciones de índole económica y social, en
un sistema que ha funcionado durante mucho tiempo con otros hábitos y prácticas, y
que cuenta con actores muy poderosos.

Aunque es muy pronto todavía para fijar juicios definitivos sobre un gobierno que
recién comienza, interesa sin embargo presentar algunas dudas e interrogantes sobre el
desarrollo futuro de este estilo de gobierno. La cultura política de los argentinos ha
oscilado entre la legitimidad populista y la legitimidad constitucional. La característica
que tiene esa primera forma es que al apoyarse casi exclusivamente en la legitimidad de
origen descuida los principios inherentes al Estado de derecho. Es, por cierto, un modo
de legitimación que está más interesado en saber quién es el titular del poder, elegido
por sufragio universal, que conocer el contenido y los límites de ese poder, que debe
garantizar los derechos individuales y las libertades públicas. Por supuesto, ese modo de
legitimación está asociado con las tradiciones de pensamiento, con las prácticas
políticas y con la producción de sentidos de la sociedad argentina. Para una concepción
semejante, el espíritu de la democracia y el poder legítimo pasa más por el dominio de
los hombres y la aplicación de la regla de mayoría que por un poder ejercido de acuerdo
con una Constitución que fija atribuciones y competencias, establece procedimientos,
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define derechos y libertades, con el fin de preservar el Estado de derecho, y así evitar
los abusos y arbitrariedades que puedan sufrir los ciudadanos. Cabe esperar del
presidente Kirchner la reafirmación permanente del principio de legitimidad
constitucional como la manera más eficiente de mejorar la calidad institucional de la
democracia.
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